Le han dado cinco panes y dos peces, y han visto cómo los multiplicaba para doce mil personas y quizá más. Pero todavía se resisten a obedecerle: debe obligarlos a subir a la barca y a precederle a la otra orilla. No quieren separarse de él, y no entienden cómo hará, sin barca y con toda esa multitud. Pero finalmente ceden y se embarcan. Jesús quiere estar con la gente sin intermediarios, decirles algunas palabras, lanzarles miradas y bendiciones, hacer curaciones que no están escritas en el Evangelio. Luego, quiere recuperar ese deseo de oración y soledad con el Padre, para meditar sobre la muerte de Juan y el milagro recién hecho, con el que prepara a sus discípulos a consagrar y distribuir su cuerpo y su sangre, convertidos en alimento y bebida en la Eucaristía, y a su pueblo para recibirlo en la fe. Y porque el día está lleno de gente, busca la noche.

Sube al monte, que es su pasión: soledad y, hasta que hay luz, quiere tener a la vista la barca de los suyos que no logran llegar a la otra orilla. Se fatigan a causa del viento contrario. Reza por ellos y por la barca de su Iglesia. La ve en la historia, agitada por las olas y el viento contrario. Padre, “no ruego sólo por éstos, sino por los que van a creer en mí por su palabra” (Jn 17, 20). Pero no corre a ayudarlos. Deja que la experiencia de su impotencia y de la necesidad que tienen de Él penetre en sus corazones. Va, después de varias horas, hacia el final de la noche, caminando sobre las aguas. Nunca han visto a un hombre caminar sobre las aguas, ni a un fantasma. Y, sin embargo, es más fácil para ellos pensar en un fantasma que los asusta, que creer que aquel que multiplica panes y peces tiene el dominio de Dios sobre las cosas que ha creado. Y que puede mandar a las aguas que lo sostengan, porque quiere alcanzarlos y ayudarles.

Escuchan las palabras que Jesús dice siempre en su iglesia, para disipar fantasmas: “Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo”. Pedro, en una mezcla continua entre fe y dudas: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. También un fantasma puede decir “ven”, y aún así, Pedro va. Le cree, acoge la invitación a no tener miedo. Luego, el rumor del fuerte viento anula las palabras de Jesús y el miedo vuelve a vencer. Aún así, cree que es Jesús y que lo puede salvar, y dice palabras que son ancla de salvación para todos: “¡Señor, sálvame!”. Jesús le agarra de la mano. Pedro tiene fe, pero poca: “¿Por qué has dudado?”. Así quitó la fiebre a su suegra, y volvió a dar la vida a la hija de Jairo. Pedro aprende la lección, y después de Pentecostés hará como Jesús, cogerá la mano derecha del tullido de nacimiento, que “en el nombre de Jesucristo” comenzará a caminar.