Esta es la breve historia de un pintor que empezaba a ser conocido por sus creaciones singulares, todas ellas llenas de un profundo mensaje. Después haber pintado como una docena de cuadros llegó el día de su primera exhibición pública. El periódico local había hecho mucha publicidad con el fin de que todo el pueblo acudiera a la cita en la galería.

El día de la presentación al público asistieron las autoridades locales, fotógrafos, periodistas y mucha gente para contemplar las pinturas. Todas estaban a la vista, todas menos una que permanecía cubierta con un paño, pues se suponía que era un regalo que el pintor iba a hacer a la ciudad. Llegado el momento, se reunieron todos en la sala central de la galería donde se encontraba el cuadro, y el director de la galería, después de hacer las introducciones pertinentes llamó al alcalde para que tirara del paño que cubría el cuadro.

Una vez descubierto el cuadro hubo un caluroso aplauso. Era una impresionante figura de Jesús tocando suavemente la puerta de una casa. Jesús parecía vivo. Con el oído junto a la puerta, parecía querer oír si dentro de la casa alguien le respondía. Todos admiraron aquella preciosa obra de arte.

De repente una curiosa niña observó lo que ella creyó ser un error en el cuadro: la puerta no tenía cerradura.

Fue entonces a preguntar al artista por lo que ella supuso era un olvido:

-Su puerta no tiene cerradura. ¿Cómo se hace para abrirla?

El pintor respondió:

-No tiene cerradura porque esa es la puerta del corazón del hombre. Sólo se abre por el lado de adentro.

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Mirad que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre, yo entraré y cenaré con él y él conmigo (Ap 3:20).

La delicadeza del Señor es tal que siempre toca y espera a la puerta. De nosotros depende abrirle o no. Él tiene mucha paciencia y le gusta esperar pues tiene ansias de entrar y estar con nosotros; pero Él también respeta nuestra libertad y si, después de llamar varias veces nos hacemos los sordos y no abrimos, Él se marchará y nos quedaremos sin Él.

Dios toca nuestra puerta en muchas ocasiones; le gustaría quedarse con nosotros, pero también sabe que necesitamos crecer y sentir el hambre de su ausencia; esa es la razón por la que frecuentemente se ausenta de nuestra casa; ahora bien, en cualquier momento volverá y tocará, nosotros tendremos que estar preparados, pues, cuando menos lo esperemos, Él llegará, y de nosotros dependerá abrirle o no. Y de que le abramos o no, dependerá el resto de nuestra vida.

Uno de los puntos esenciales de la relación amorosa del hombre con Cristo es la reciprocidad. De ahí se desprende que el deseo y la ansiedad de la esposa (el alma) por encontrar al Esposo (Cristo) son correspondidos por la ansiedad y el deseo, aún mayores, del Esposo por encontrar a la esposa.

El Esposo incluso llega en su búsqueda hasta golpear la puerta en su afán por encontrar a la esposa (Ap 3:20). Esto recuerda las bellísimas palabras del Cantar de los Cantares:

Ábreme, hermana mía, esposa mía,

Paloma mía, inmaculada mía.

Que está mi cabeza cubierta de rocío

Y mis cabellos de la escarcha de la noche. (C.C 5:2)

No es infrecuente que la figura de Dios aparezca como la de un Ser Infinito, digno de ser adorado y contemplado, pero no como un Ser que ama y tiene puestos los ojos en la persona amada. De esa forma aparece como Ser amado, pero no amante; como Seductor, pero no como seducido; como quien escucha, pero no como quien habla; como quien tiene los oídos atentos para toda clase de requiebros o de peticiones, pero no como quien las profiere con palabras encendidas de amor hacia la persona amada; como Señor, pero no como amigo; como quien es capaz de enternecer hasta las lágrimas a un alma enamorada, pero no como quien es capaz de derramarlas igualmente por la persona amada… [1].

[1] Alfonso Gálvez, El Misterio de la Oración, Shoreless Lake Press, New Jersey, USA, 2014, págs 153-154.