Un joven de unos 19 años se quejaba continuamente a su padre acerca de su vida y cómo las cosas le resultaban tan difíciles. No sabía cómo hacer para seguir adelante y creía que se daría por vencido. Estaba cansado de luchar. Todavía no había solucionado un problema cuando ya había cuatro más en la cola de espera.

Su padre, chef de cocina de un afamado restaurante de Hamburgo, le llevó a su lugar de trabajo. Entrando en la cocina, llenó tres ollas con agua y las colocó sobre fuego fuerte. Pronto el agua de las tres ollas estaba hirviendo. En una colocó zanahorias, en otra puso huevos, y en la última, granos de café, y las dejó hervir sin decir palabra.

El hijo esperó impacientemente, preguntándose qué estaría haciendo su padre.

A los veinte minutos el padre apagó el fuego, sacó las zanahorias y las colocó en un recipiente; luego, los huevos, y los colocó en otro; y por último coló el café y lo puso en un tercero. Mirando a su hijo le dijo:

  • Hijo, ¿qué ves?
  • Zanahorias, huevos y café – fue su respuesta.

Le hizo acercarse y le pidió que tocara las zanahorias. El las tocó y comprobó que estaban blandas. Luego le pidió que tomara un huevo y lo rompiera. Después de quitarle la cáscara, observó que el huevo estaba duro. Y, al final, le pidió que probara el café. Él, sin entender el propósito de su padre, sonrió mientras disfrutaba de su profundo aroma y rico sabor.

Humildemente el hijo preguntó:

  • ¿Qué significa todo esto, padre?

Él le explicó que los tres elementos habían enfrentado la misma prueba, agua hirviendo, pero habían reaccionado de forma diferente. La zanahoria llegó al agua fuerte y dura, pero, después de pasar por el agua hirviendo, se había vuelto débil y se había deshecho. El huevo había llegado al agua frágil; su cáscara fina protegía su interior líquido, pero, después de estar en agua hirviendo, su interior se había endurecido. Los granos de café, después de estar en agua hirviendo, habían dejado su esencia; y, con ello, dar sabor al agua en la que se encontraba.

  • ¿Cuál eres tú?” – le preguntó a su hijo. “Cuando la adversidad llama a tu puerta, ¿cómo respondes? ¿Eres una zanahoria, un huevo o un grano de café?

Hoy día, es cada vez más frecuente ver a jóvenes que, ante el primer problema se hunden, se desaniman y se deshacen. Con mucha frecuencia tiran la toalla mucho antes de tener que enfrentar los serios problemas de la vida. Se puede decir que son ya unos fracasados, sin ilusiones ni esperanzas, a pesar de sus veinte años.

Un joven ha de ir madurando y “endureciéndose” ante los problemas a los que se tenga que enfrentar; y, al mismo tiempo, ha de ir “dejando sabor” y cambiando todo aquello que le circunda. Es muy importante crecer en virtudes tales como la fortaleza, el coraje, el pundonor, la templanza, la laboriosidad, el espíritu de sacrificio… Ellas son las que nos preparan para luego triunfar como hombres y también como cristianos.

Aunque la fe no es el único factor determinante, sí ayuda mucho cuando uno se ve humanamente sin fuerzas. Es la fe la que te hace confiar, no sólo en tus fuerzas, sino también en Dios; y, gracias a ello, seguir luchando, a pesar de que las dificultades parezcan cada vez más insuperables.

San Pablo nos lo decía claramente:

“Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la debilidad. Por eso, con sumo gusto, me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12:9).

O el ejemplo que nos da este mismo apóstol:

“He combatido un buen combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que han deseado con amor su venida” (2 Tim 4: 6-8).

“¿Son ministros de Cristo? Pues -delirando hablo- yo más: en fatigas, más; en cárceles, más; en azotes, mucho más. En peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno, tres veces me azotaron con varas, una vez fui lapidado, tres veces naufragué, un día y una noche pasé náufrago en alta mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez… Si es preciso gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas” (2 Cor 11: 23-30).

¡Qué lejos andamos unos y otros de esta virtud! Ante los problemas de la vida, luchemos y superemos los obstáculos día a día, y recordemos siempre que no estamos solos. Nuestra fuerza no sólo viene de nuestra virtud; junto a nosotros siempre está Dios:

“No le digas a Dios cuán grande es tu problema,

Dile a tu problema cuán grande es Dios”.