Llegó el momento de salir de Jerusalén. Al principio Jesús estaba con nosotros. Durante la jornada era habitual que las mujeres estuvieron con las mujeres y los hombres con los hombres. Jesús le había dicho a María: Quiero estar con mi padre. Ella se alegró mucho. Notaba que yo, con el paso de los años, había perdido mi reticencia y había comenzado a decirle a Jesús lo que pensaba, a transmitirle mi experiencia. La jornada de viaje transcurrió tranquila. No vi a Jesús y pensé que estaba con María, o con amigos o parientes.

Al llegar la tarde, cuando nos reunimos para cenar nos percatamos de su ausencia. Comenzamos a buscarlo en los distintos grupos que estaban sentados junto al fuego. Hacíamos esfuerzos por mantenernos serenos. ¿Habéis visto a Jesús? ¿Está con vosotros Jesús? Nadie lo había visto. Nos miramos a los ojos, angustiados. Superamos juntos la tentación de no echarnos la culpa uno al otro. “Es mi culpa”, dijimos al unísono, al mismo tiempo que la negábamos en el otro. Le dije: “La culpa no es tuya. Ha sucedido porque tenía que suceder. Job habría dicho: Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, sea bendito el nombre del Señor”. “Espera, José, todavía no ha llegado el momento, no sabemos qué ha pasado. Vamos a buscarlo”, me respondió. “Sí, María, regresemos a Jerusalén de noche, aquí no lograremos dormir. A ver si se detuvo en el camino. Estamos habituados a caminar en la noche, para proteger su vida. Le hemos dicho que amar es dar la vida, o ponerse en riesgo de perderla, ponerla en juego: hagámoslo por él”.

Al caminar, experimentamos el temor del silencio y de los rumores de la noche, el miedo a los ladrones, el corazón que late ante los juegos de las sombras. Íbamos de la mano. Nos decíamos: tenemos que estar atentos a dónde ponemos los pies. La luna llena de Pascua nos ayuda. Abrumados, llegamos a Jerusalén ya de día. La ciudad era un enjambre de gente. Un día entero buscándolo, sin éxito. Sobre los muros, en las plazas, en los talleres, en el Huerto de los olivos, sobre la explanada del templo, en las callejuelas angostas, donde dormían los peregrinos.

El dolor de aquel momento era no saber. La mente se perdía entre miles de hipótesis. Algunas terribles. Desde esa ciudad, Herodes había desencadenado la búsqueda sanguinaria de nuestro hijo. Habían pasado solo diez años. Quizá alguien lo había visto, había oído hablar de él, había sospechado, había recordado, había espiado, desatando la sospecha del rey. María estaba más serena que yo, tenía la intuición materna de que estaba vivo y sano, y cerca. Rezábamos juntos con los salmos de la angustia: nos maravillábamos de la cantidad de salmos que expresaban nuestro estado de ánimo.