En el corazón del año litúrgico, después de la Pascua y Pentecostés, la Iglesia celebra con alegría desbordante el misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo: el Corpus Christi. Es la fiesta del Dios que no quiso dejarnos solos y se quedó en el Pan y el Vino para siempre.

Celebramos a Jesús vivo, real, presente, entregado. El mismo que recorrió los caminos de Galilea, el que perdonó, sanó y abrazó al leproso, el que compartió la mesa con los pecadores y lloró con sus amigos. Ese mismo Jesús se hace pequeño, frágil, humilde… se hace alimento. ¡Qué escándalo de ternura! ¡Qué locura de amor la de nuestro Dios!

Cada Eucaristía es un milagro cotidiano. Bajo la apariencia del pan, Dios se nos da entero. Y cada vez que nos acercamos al altar con fe recibimos a una Persona viva, que transforma nuestra alma desde dentro. Él es nuestro Pan para el camino.

En este día, la Iglesia sale a la calle en procesión. Es una proclamación silenciosa pero poderosa: Jesús está en medio de su pueblo, camina con nosotros, bendice nuestras plazas, nuestras casas, nuestras historias. Adoramos a Jesús vivo, presente en la Eucaristía.

Este día es también una invitación a mirar hacia dentro: ¿cómo me acerco a comulgar? ¿Cómo trato al Señor que habita en el sagrario de mi parroquia? ¿Le dedico tiempo? ¿Le abro el corazón? Como decía san Manuel González, el “Obispo de los Sagrarios abandonados”: “Jesús está allí… y no se le visita, no se le busca, no se le ama…”

Que este día no pase como uno más. Que vuelva a estremecernos el milagro de la Eucaristía, porque quien comulga con Cristo no puede vivir de cualquier manera. La Hostia consagrada nos compromete. Y así, como María, la Mujer eucarística por excelencia, llevaremos a Jesús en el corazón… y lo daremos al mundo.