Cada 15 de agosto, la Iglesia se llena de alegría para celebrar la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al Cielo. Esta solemnidad no es solo un privilegio personal de María, sino una señal de esperanza para todos los creyentes. En ella contemplamos el destino glorioso al que también nosotros estamos llamados: la vida eterna junto a Dios.

María fue la primera en seguir plenamente a Cristo. Desde su “Sí” en Nazaret hasta el día de la cruz, vivió con un corazón abierto a la voluntad del Padre. Por eso, al final de su vida terrena, no conoció la corrupción del sepulcro. Su cuerpo no quedó abandonado a la tierra, sino que fue llevado a la gloria del cielo. En ella se ha cumplido ya lo que esperamos para todos los miembros del Cuerpo de Cristo.

La Asunción nos recuerda que nuestra fe no es solo para esta vida. No vivimos para acumular éxitos efímeros ni para quedarnos instalados en lo pasajero. María nos enseña a levantar la mirada, a vivir con los pies en la tierra, pero el corazón en el cielo. Como ella, estamos llamados a vivir una existencia que apunte a Dios, confiados en que la última palabra sobre nuestra historia no la tienen la muerte ni el fracaso, sino el amor que no pasa.

Este día también tiene un fuerte sabor de familia y de pueblo. En muchas comunidades, la Asunción es fiesta patronal. La Virgen, como buena Madre, nos congrega, nos cuida, nos consuela y nos impulsa a seguir caminando en la fe. Bajo su manto, nuestras familias, parroquias y pueblos encuentran amparo.

Pidámosle hoy que nos ayude a vivir como ella: disponibles para Dios, atentos a las necesidades de los demás y firmes en la esperanza. Que cuando llegue nuestro momento, podamos también escuchar aquellas palabras del Señor: “Ven, siervo bueno y fiel… entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21).