La Iglesia celebra el 8 de septiembre la Natividad de la Santísima Virgen María, un acontecimiento que marca el inicio visible del cumplimiento de la promesa de Dios. Con María comienza a despuntar la aurora de la salvación: en su pequeñez y humildad se prepara el camino para la venida del Salvador.

El profeta Miqueas había anunciado: «Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales» (Mi 5,1). Ese Mesías, esperado por siglos, nacería de una hija de Israel. La Natividad de María es, por tanto, el preanuncio de la Encarnación.

San Andrés de Creta lo proclama con alegría: «Hoy, la humanidad entera se regocija al ver nacer a María. Ella es el principio del mundo nuevo, el templo donde habitará el Creador, la Madre de la Vida». La tradición cristiana ha visto en este nacimiento no solo una bendición para Joaquín y Ana, sus padres, sino para toda la humanidad. San Juan Damasceno escribe: «El día del nacimiento de la Madre de Dios es de alegría universal, porque por medio de ella la raza humana fue restituida a la dignidad primera».

María es criatura como nosotros, pero escogida y preservada para una misión única: ser la Madre del Hijo de Dios. Desde su nacimiento, la gracia de Dios prepara en ella un corazón puro, libre, disponible para el “sí” de la Anunciación. Como dice san Juan Pablo II: «Su nacimiento es el anuncio del don supremo: el nacimiento de Jesús. Toda su vida está orientada a Él».

Hoy, al celebrar su Natividad, la Iglesia nos llama a confiar en esa providencia que conduce la historia. En medio de las incertidumbres del mundo, el nacimiento de la Virgen es un recordatorio de que la esperanza no defrauda (cf. Rm 5,5).

Pidamos a María, nacida para darnos al Salvador, que renueve en nosotros la alegría de sabernos hijos amados de Dios y que nos enseñe a vivir abiertos a su voluntad, para que Cristo también pueda nacer en nuestras vidas.