Una de las mayores incoherencias de nuestro tiempo es la forma en que se gestionan las voces de indignación. Nuestros políticos —y con ellos no pocos medios de comunicación— alzan la voz con contundencia ante ciertos conflictos, pero callan o apenas susurran ante tragedias igual o más devastadoras. Basta mirar algunos ejemplos recientes:

Cada ataque ruso en Ucrania despierta visitas de líderes europeos, ayudas millonarias y portadas de prensa. Y es justo que se denuncie la invasión y el sufrimiento del pueblo ucraniano. En Israel y Palestina, los atentados de Hamás y las ofensivas en Gaza provocan debates encendidos, resoluciones internacionales y marchas multitudinarias.

Mientras tanto, en Nigeria, en el año 2024, murieron más de 4.000 cristianos asesinados por su fe y más de 3.300 fueron secuestrados. ¿Cuántos comunicados oficiales hemos escuchado? Casi ninguno.

En Sudán, sufren, desde 2023, una guerra civil que ha provocado más de 13.000 muertos y 8 millones de desplazados. Y, sin embargo, apenas unas líneas en los telediarios.

En Armenia y Nagorno Karabaj: en septiembre de 2023, la ofensiva de Azerbaiyán expulsa a más de 120.000 cristianos armenios de su tierra histórica en el Cáucaso. ¿Quién levantó sanciones, quién llenó titulares? Silencio casi absoluto.

En China: millones de uigures musulmanes en campos de “reeducación”, cristianos con templos cerrados o derribados, sacerdotes perseguidos. ¿Qué dicen los políticos europeos?

La incoherencia es escandalosa: algunos muertos “valen” más que otros en la agenda internacional. Las lágrimas que se derraman dependen de la bandera, del mapa geopolítico, de la conveniencia económica.

Pero como creyentes no podemos aceptar esa balanza falseada. Cristo no distingue entre unos y otros, nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Nuestro deber es romper el silencio cómplice: orar por todos los perseguidos, denunciar la hipocresía de los poderosos y dar voz a quienes son olvidados. La justicia y la paz no pueden ser selectivas; o lo son para todos, o no son auténticas.

Que el Señor nos libre de esta indiferencia y nos conceda valentía para ser, en medio de tanto cálculo político, una voz clara, profética y coherente.