Comentario al Evangelio del Domingo XXIX del T.O.
El Evangelio contiene una numerosa variedad de mandatos y consejos de Jesucristo. Podemos tener la tentación de reducir las indicaciones del Señor a los Diez Mandamientos; e incluso, resumiendo un poco más, a los dos mandamientos principales que Él cita: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
Siendo cierto, como un resumen, sería ingenuo reducir a esto todo cuanto Jesús aconsejó o enunció. Ahí tenemos, sin ir más lejos, su discurso de las Bienaventuranzas: todo un programa de vida cristiana, aunque no sean “mandamientos”. O también lo que dijo sobre el perdón a los enemigos; la enemistad entre hermanos; el don de la paz, que incluye salvaguardarla y defenderla; etc., etc.
Casi todas estas sugerencias del Señor conectan entre sí por el Amor, que es el mandamiento principal. Pero cada uno de nosotros, personalmente, debe examinar su conciencia para descubrir esas cosas que parecen menores, pero que –si no se viven- imposibilitan en la práctica cumplir el mandamiento del Amor. Entre esas muchas cosas, “Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse”, les narra la parábola del juez inicuo, que al final hace justicia para quitarse de encima la pesadez de una viuda insistente.
Aquí nos centramos en la frase que acabamos de citar: la necesidad de orar siempre sin desfallecer. Es una de esas indicaciones de Cristo, válida para todos sus discípulos, que no pocos cristianos ignoran o piensan que no les afecta. Y es todo lo contrario: para poder llegar a cumplir todos aquellos mandamientos del Señor, grandes y pequeños, es imprescindible la oración.
Únicamente una oración auténtica, no una simple repetición mecánica de palabras, comunica al fiel cristiano la sabiduría para acertar con lo que Dios espera de él, y las fuerzas para cumplirlo. Esta oración será siempre un diálogo, un encuentro personal de cada uno con su Creador y Redentor. Y como tal diálogo, deberá acompañarse de palabras que nos facilitan la confianza con Él, y de silencios que posibiliten escuchar lo que nos diga.
Se puede orar de innumerables maneras, pero siempre será fruto de la gracia de Dios y del interés que pongamos en facilitar y facilitarnos ese diálogo. No hay que hacer cosas especiales; acudir a una iglesia o capilla puede facilitar la oración; pero igualmente podemos “entendernos” con Dios en nuestra casa o en la tarea que estamos realizando; contemplar la naturaleza puede ser, así mismo, un camino de acercamiento a nuestro Padre de cielos y tierra…
Lo importante es la voluntad de orar y pedir la ayuda divina para hacerlo, porque solos no llegaríamos muy lejos.