El viaje duró varios días y era invierno. Muchos estaban en camino por el censo. El temor de no poder ofrecer una casa a mi esposa en un momento tan delicado como el parto me quemaba el alma. Cuando llegamos a Belén, hice lo que pude por dar a María un lugar protegido. Al oír varias veces la frase: “No hay lugar para vosotros aquí”, se multiplicaban los dolores y la angustia de no llegar a tiempo. María me aseguraba: “Encontraremos. Será un lugar preparado para nosotros desde la eternidad. Dios se ocupará de su niño”. Así me ayudaba a no sentirme inadecuado delante de Dios. Cubría a María del frío con mi manto y le procuraba comida; ella me confortaba con sus palabras.

Alguien tuvo piedad de nosotros y nos indicó una gruta que se empleaba para animales. Los establos de invierno eran calientes gracias a la presencia de animales. Sólo había un buey amarrado al pesebre. Nuestro burro y el buey daban algo de calidez al lugar. Encendí el fuego, preparé el lecho de paja limpia para María. Ella se daba cuenta de que llegaba el momento tan esperado. Traté de cerrar la apertura de la gruta, por donde entraba mucho frío, con tablas de leño y el manto. Tenía nostalgia de Nazaret y de las cosas pobres, pero útiles, que teníamos en casa. Pero la cercanía del Hijo de Dios y de su madre me daba una gran fuerza.

Entraba y salía a por agua. Una noche fría y un cielo terso, lleno de estrellas. En la lejanía, se veía un fuego de pastores. Recordaba las palabras del ángel a María: “El Señor Dios le dará el trono de David su padre”. Pensaba: no tengo riquezas ni un palacio. Mientras pensaba en estas cosas, en medio de mi ir y venir, me di cuenta de una luminosidad nueva en aquella gruta oscura. El llanto de un niño rompió el silencio. Me dio un sobresalto el corazón. Todo así de rápido, no me lo esperaba. María, recostada en la paja, lo abrazaba. Me acerqué temeroso, incierto. No seré como esos padres que exultan con el hijo entre los brazos, mientras que la esposa trata de reposar. María está luminosa, como si no hubiera sufrido. Yo no me lanzo hacia ella. Es ella quien me invita a acercarme y pone el niño en mis brazos. Es normalísimo, bellísimo. Emana luz. Estamos sin palabras y ella sonríe. Yo no sé qué hacer. Aquel niño entre los brazos me ilumina el alma, me calienta el corazón. Me hace estallar de alegría. Me vienen a los labios unas palabras de David, mi padre, que María dice conmigo. Me parecen escritas para esta noche:

“Tampoco las tinieblas son para ti oscuras, pues la noche brilla como el día, las tinieblas como la luz. Tú has formado mis entrañas, me has plasmado en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio: tus obras son maravillosas, bien lo sabe mi alma” (Sal 139, 12-14).