Comentario al Domingo de la Sagrada Familia
Dios dona a su Hijo, que toma nuestra humanidad, nace en una familia. José le da un nombre, lo protege, le enseña un trabajo, le da el afecto de un padre. María le asegura el apoyo, el alimento y el cariño como la mejor de las madres. Una nueva familia que nos recuerda aquella primera formada por Adán y Eva. Jesús tiene la ventaja de tener un padre y una madre. Adán y Eva no los tuvieron, y el Creador, con aquella experiencia, no ha querido privar a su hijo de un padre y una madre, de una genealogía. Como nosotros. Pero en las familias que miran a la sagrada familia, surge un problema: Les vemos lejanos, ¿cómo hacer para imitarlos? ¿Quién tiene uan esposa como María, un esposo como José, un hijo como Jesús? Respondemos: miren los problemas, incertidumbres y miedos que han tenido. La fuga a Egipto provocada por los Magos ingenuos que fueron a Herodes a pedir información, sin saber que mataba hijos por temor a perder el reino. José y María no se quejan, no se lamentan. Pero sufren. Los errores, incompetencias y fragilidades, también de personas que nos quieren bien, entran en el diseño de la providencia divina que orienta todo al bien. La familia de Nazaret no sigue un itinerario privilegiado. Son prófugos, exiliados, perseguidos, incomprendidos, pobres, buscando casa y trabajo. En eso los sentimos cerca. José y María se sostienen mutuamente, miran a Jesús. Escuchan a los ángeles en sueños. Hablan entre sí. También nosotros podemos.
El Eclesiástico nos anima, prometiendo maravillas a quien honra al padre y a la madre: así expía sus propios pecados y los evita, su oración será escuchada y se alegrará de sus hijos. También Pablo anima a los esposos a sobrellevarse mutuamente y a que haya dulzura entre ellos, a obedecer a los padres y a no exasperar a los hijos. Quiere decir que es posible. ¿Cómo? Revistiéndonos de Cristo, es decir, de ternura entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad, sobrellevándonos mutuamente y perdonándonos unos a otros (cfr Col 3, 12-21).
El Papa Francisco en Amoris Laetitia (cap. 4) nos da muchos consejos para el amor en familia. Sugiere: “Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás” (n. 107). ¿Por qué no lo probamos?