La única referencia a María en los escritos de Pablo está en la Carta a los Gálatas: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su hijo, nacido de mujer”. Dios ha enviado a su Hijo para que se haga uno como nosotros, y ha querido que naciera de una mujer, que viviera la experiencia que todos hacemos: habitar durante nueve meses en el seno de nuestra madre. Ahí, cada uno de nosotros, tiene la primera experiencia de la vida, conocemos el latir del corazón de la madre, que se convierte en la banda sonora que acompañará toda la existencia.

En ese lugar, sentimos el primer calor del cuerpo humano que nos rodea, tenemos la primera experiencia de la ternura, entendemos la fuerza de ser alimentados por la madre. Experimentamos los sobresaltos de sus temores y la dulzura de su alegría. La felicidad del afecto que recibe del esposo se convierte en nuestra felicidad y nos hace saltar en el seno. Lucas dice que después de ocho días “le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción en el seno”. Concebido en el seno. El lenguaje de la Biblia lo dice así: no en el pensamiento, no en las discusiones académicas. A la palabra de Dios, en el lenguaje semítico, le gusta subrayar las entrañas de la madre. Nosotros diríamos: concibió, fue concebido.

La Biblia añade: en el seno. Es nuestra primera casa y fue la primera casa de Jesús. Aquel seno que la Biblia eleva al símbolo de la misericordia de Dios: entrañas de misericordia tiene nuestro Dios. Jesús, que nos lleva a la misericordia del Padre, ha experimentado en el seno, la misericordia de la madre. Después de ocho días, le pusieron por nombre Jesús, pero El tenía ya ese nombre antes de comenzar a vivir en el seno de la madre. Durante esos nueve meses, la madre y José lo llamarían así muchas veces: ¡Jesús!, ¡Jesús mío!, ¡Jesús, hijo nuestro! Llamarlo así era rezar con el sentido de esas palabras: “Oh, Dios, ¡salva a tu pueblo!”. Y también era afirmar con fe: ¡Dios salva! María, diciendo dulcemente Jeshu’a, mientras acariciaba su seno. Cuando los pastores vinieron a verla, el niño estaba recostado en el pesebre, el segundo vientre, la segunda casa de su vida. Y así el seno de la María estaba libre para acogerlos en su maternidad. Con José, abre la entrada de la gruta sin temor, deja que contemplen el fruto de sus entrañas. Después, con José, escucha su historia.

El estupor abre la puerta del corazón. Con su mirada les invita a entrar en su corazón. Custodia sus palabras, los hechos que le narran, sus rostros, sus problemas, su pobreza. Su seno está abierto a acoger a otros hijos que sean hermanos de su primogénito. También nosotros entramos, miramos, narramos, nos introducimos en su corazón, donde nos sentiremos custodiados y pensados. Ya no nos perderemos más.