En el tiempo de Navidad hemos contemplado al hijo de Dios, que ha pedido humildemente a María donarle su cuerpo de mujer, su capacidad de ser madre, para poder asumir nuestra carne y nacer de ella como uno de nosotros. ¿Puedo, llena de gracia, venir a habitar en tu casa, en tu seno? Lo hemos visto pedir humildemente a José hacerle el favor de estar junto a María como esposo, para ser su padre. ¿Puedes tomar a María como esposa para ser mi padre delante de los hombres? Ha pedido humildemente en Belén, por favor, si hubiera una gruta donde poder nacer, con un pesebre de animales, donde poder reposar. Al final, Belén, un poco entre dudas, se la ha concedido. Ha pedido a los pastores que se movieran de noche para ir a saludarlo, si es que querían, a Él, el hijo de Dios recién nacido, en el nombre de todo el pueblo de Israel, ignorante e incrédulo, y han dicho: ¡vamos! Ha pedido a los sabios de oriente que hicieran un largo viaje siguiendo una estrella, en nombre de todas las gentes. Y partieron:¡hemos venido a adorarlo! Ha pedido a Simeón que fuera al templo que lo habría ignorado. Y Simeón fue deprisa. Ha pedido a Egipto que lo acoja como fugitivo y que lo proteja de los enemigos. Y así fue. Ahora, el día de su bautismo, Jesús se pone en la cola y pide humildemente al Jordán que lo lave, y a Juan que lo considere pecador entre los pecadores, aunque no lo entienda. “¡Conviene que así cumplamos toda justicia!”. Y pide a las aguas del Jordán que lo cubran para tomar sobre sí todos los pecados de la humanidad, que ha hecho suyos.

¡Afortunadas aguas del mundo, en el nombre de las aguas que vendrán, en todos los baptisterios del futuro! Después de haber discutido y dudado, y preguntado para poder tener mayor claridad, dirán todos los que escuchan a Jesús, que sí. Dirán que no hay problema, al Espíritu Santo que pide. “Mira, estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20). Y le dicen q         ue sí María, José, Belén, los pastores, los Magos, Egipto, el Bautista y las aguas del Jordán. También a nosotros nos pide Dios Padre: querría que tú fueras mi hijo, como Jesús, es más, dentro de Jesús, el elegido, el amado. Y nosotros nos confundimos, no entendemos, objetamos: tendríamos que ser nosotros los que te pidiéramos este inmenso don inmerecido y, en cambio, eres tú el que vienes a ofrecerlo como un pordiosero que ofrece oro, sin tener en cuenta las respuestas desagradables y ofensivas de quien no entiende. Y el Padre está contento de que le digamos que sí, y el Hijo está feliz de entrar en nuestra vida y hacernos entrar en la suya, y el Espíritu, de llenarnos de su gloria. El Padre también nos dice, en las orillas del Jordán,, en nuestro bautismo, llamándonos por nuestro nombre: este es mi hijo, el amado, en quien he puesto mi complacencia. Y nosotros, finalmente, lo llamamos Padre, y exultamos de alegría y de estupor.