María, la nueva “Arca de la Alianza”, va al Templo de Jerusalén, llevando consigo al verdadero Señor, que ha elegido a su vientre como nuevo templo y como incienso, la leche de su seno. Va sin cantos ni trompetas, sin danzas que la precedan: en el ocultamiento de la normalidad. Le acompaña José: siempre tan unidos. En Lucas, leemos: “Y cumplidos los días de la purificación de ellos”. No dice la purificación de la madre, la única según el Levítico que se debía purificar a causa de la sangre del parto. Dice: “de ellos” (αύτῶν). Quizá une al Hijo, a Jesús, que según la ley debe ser rescatado, por ser primogénito, con cinco ciclos de plata. Una delicadeza de Lucas para desviar la atención de la purificación de la Madre: une a toda la familia en ese camino. O, según algunos, alude a la purificación de toda Jerusalén. Aquello que sucede es una realidad grandiosa. Todo aquel Templo bellísimo está poseído por el Niño, su verdadero Señor. De adulto dirá que su cuerpo es el nuevo templo y que, si es destruido, lo resucitará en tres días. En el sancta sanctórum sólo entra el Sumo Sacerdote una vez al año, pero ahí, en medio de la multitud, el verdadero “santo de los santos” sonríe y llora entre los pechos de su madre.

En los abrazos de dos ancianos, de corazón joven y llenos de esperanza, se colma, en el corazón del niño, la añoranza por los abuelos lejanos. Lo abrazan, lo acarician y lo besan. Verdaderamente ha cambiado el modo de encontrar a Dios. Jesús no ha pedido permiso a los sacerdotes del templo para venir al mundo, ni ahora se hace reconocer por ellos. Tampoco cuando comience a predicar les dedicará demasiada atención. En cambio, el Espíritu Santo privilegia a los pobres y simples de corazón, que lo esperan con corazón límpido y se dejan llevar dócilmente hacia el niño. Y así, son felices, Simeón y Ana. Alaban a Dios por esta maravilla, y no tienen inconveniente en contarlo a su alrededor. Aquel niño es “tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles”. A María le revela otra cosa sobre Jesús, que completa el anuncio del Ángel. Dios habla de un modo distinto y a través de muchas personas. “Este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción”. Actúa para que caigan nuestros ídolos, máscaras, falsedades, envidias, y opera nuestra resurrección, para que nos convirtamos en una criatura nueva. Contradice nuestro modo de pensar quieto y cómodo, nuestras ideas equivocadas sobre Dios. Nos mezcla las cartas sobre la mesa, los programas, las previsiones. Quiere de verdad que sigamos sus huellas, y, así, nos convirtamos al amor verdadero como única fuerza y sentido de nuestra vida, que renazcamos a la comprensión y al perdón. Y si una persona nos traspasa el alma, su Madre nos ayuda.