El Espíritu conduce a Jesús al desierto, y nos impresiona la docilidad del Hijo a su Espíritu, que es el Amor entre él y el Padre. Se deja llevar por el Amor. Es más, “deja hacer” al Amor. ¿Y nosotros? Dejarnos conducir, dejarnos llevar. ¿Dónde me quiere llevar el Espíritu Santo? Como Bernabé y Saulo, “enviados por el Espíritu Santo” a Seleucia y a Chipre (Hch 13, 4). Pablo que dice: “Ahora, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber qué me pasará ahí, excepto que por todas las ciudades el Espíritu Santo testimonia en mi interior para decirme que me esperan cadenas y tribulaciones” (Hch 20, 22-23). Felipe recibe la orden de bautizar al eunuco etíope, y luego, raptado por el Espíritu, se encuentra en Azoto, y “evangelizaba todas las ciudades por las que atravesaba”.

El Espíritu conduce a Jesús al desierto, en hebreo: “mibdar”, que significa “lugar de la palabra”. El lugar donde Dios habla, en el silencio, en aquella inmensidad. El Espíritu nos conduce a lugares adecuados para recibir la palabra de Dios. En los desiertos naturales, en los silencios exteriores que nos procuramos, o en los silencios interiores que nos llegan, en los desiertos del corazón donde te puede hablar. Cuando nos reconocemos como en un desierto, entonces ahí puede llegarnos su palabra con una claridad y una fuerza desconocidas. Pero el Espíritu, relata Mateo, lo ha llevado al desierto para “ser tentado como el diablo”. Esto nos puede escandalizar. Pero ¿es posible que el Espíritu quiera que el Hijo sea tentado? Cuando nosotros pedimos a Dios, en el Padre Nuestro, con palabras de Jesús: “¡no nos pongas en tentación!”, no hay contraste: es para nuestra ventaja que Jesús se deja tentar. Carga sobre sí también las tentaciones que sufrimos. Combate con el enemigo para vencerlo y para enseñarnos el combate: qué debemos hacer para vencer y qué no debemos hacer para no ser vencidos, Jesús, el nuevo Adán, vence donde Adán con Eva; perdieron y cayeron.

Dice Agustín: “En Cristo fuiste tentado, en él obtienes victoria”. “El tentador se le acercó y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes’”. Lo pone a prueba: demuéstrame que eres Hijo de Dios porque el Juan que te acaba de bautizar ha dicho que “Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos de Abraham” e inmediatamente después, aquella voz del cielo ha dicho que tú eres el Hijo suyo, “el amado”: ¡háznoslo ver! Jesús responde con la escritura: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Pan que es la palabra de Dios, escrita y leída, pero también toda criatura salida de su boca y de sus manos. Dialogar con la samaritana, encontrar a la oveja perdida, nutrirá a Jesús que rehusará el alimento de los discípulos: “Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis” (Jn 4, 32). Señor, danos siempre de este pan.