Es Jesús quien toma la iniciativa y elige a los tres que llevará consigo a un lugar aparte; también al huerto de los olivos, donde serán testigos de su “tristeza y angustia”. Los llama y los lleva consigo: “venid”. Pensemos en los otros discípulos. El Evangelio no dice si se ofendieron. En otros momentos se dice que discutían sobre quién era el más grande entre ellos. Pero Jesús no dice que elige a esos tres porque son más capaces o los más virtuosos entre los suyos. Los llama, los elige, los lleva consigo y basta. Y ellos se dejan hacer. Están habituados a que Jesús pida cualquier cosa a cualquiera, que dé encargos, que confíe una misión. También nosotros debemos considerar que Jesús sigue siendo el “Señor de la Historia”, es él quien guía a su Iglesia, y confía encargos y luego los cambia. Primero te había pedido una cosa, ahora tú me ayudas más en una misión distinta, en una tarea de otro tipo, en otro puesto de trabajo, en otra ciudad, en otro papel. No les entra la envidia a aquellos que quedaron en la llanura, porque también Jesús les había confiado encargos importantes: escuchar a la gente, enseñar, curar en su nombre. Por eso, cuando bajan del monte y el papá del muchacho epiléptico le dice que sus discípulos no han sido capaces de curarlo, Jesús se lamentará de modo fuerte e insólito.

Nosotros vamos con Jesús donde Él nos lleva. También a la cima de un monte, aunque subir sea fatigoso. Nos fiamos. Habrá preparado una sorpresa. Y los tres no piensan que subir al monte significa recordar el gesto de Moisés cuando subió al Sinaí para hablar con Dios y recibir las tablas de la Ley. Están contentos de haber sido elegidos. Estar con el Maestro es siempre hermoso e imprevisible. Y Jesús no defrauda, aquel día sucede una cosa que no saben ni siquiera describir: cambió su figura, cambiaron sus vestidos, su color, un color que no es de esta tierra, nunca visto, y luego cambió el rostro, un rostro de una belleza indecible. Y todo, rodeado de una luz impresionante, que ellos compararon con el sol, la luz más grande que existe, que no se puede mirar directamente. Los vestidos de luz. No saben decir otra cosa. Y luego aparecen Moisés y Elías. ¿Cómo los reconocen? No tienen necesidad de que se los presenten, porque los tres con los otros tres viven un momento de cielo, donde todo está claro y evidente a todos. El tiempo se detiene. Es una maravilla y están muy bien. “¡Qué bien estamos aquí!”. Son palabras de cielo, pero dichas en la tierra. Jesús hace que los tres tengan una experiencia de cielo sobre la tierra, para que después puedan decir, pasada su Resurrección, en su nueva Vida, el cielo está para siempre unido a la tierra, a los seres humanos, a su historia. Ellos lo han visto, con sus ojos. El segundo domingo de cuaresma es una explosión de luz, de cielo y de esperanza.