Comentario al Domingo de la Santísima Trinidad
En el domingo de la Santísima Trinidad leemos en el libro del Éxodo: “En aquellos días, Moisés madrugó y subió a la montaña del Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: ‘Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’”. Dios revela a Moisés, una vez más, su nombre. En la zarza ardiente su nombre era: “Yo soy el que soy”, aquel que está a tu lado. Ahora, su nombre es: “Yo soy misericordiosos, lento a la ira y rico en amor”.
Comienza entonces la revelación que Jesús hará en plenitud con su vida, y que Juan expresará así: “Dios es amor”. Por eso Pablo puede animar a los Efesios: “Hermanos, alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con vosotros”. Una explosión de alegría y de certeza invade a la primera comunidad de creyentes que han hecho la experiencia viva del Espíritu Santo, del amor de Dios que les ha sido donado. Los rodea la familia de Dios Trinidad que los ha enviado: la gracia de Cristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo están con ellos. La comunión: el amor de Dios percibido, que da fruto de comunión también con los hermanos.
En el evangelio leemos solo un pequeño trozo del discurso de Jesús a Nicodemo. Al inicio del encuentro le ha hablado del Espíritu: “En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. […] El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”. Pero Nicodemo no entendía. Entonces Jesús, después de haberle hablado del Espíritu, le habla de sí mismo: el Hijo del Hombre ha bajado del cielo y debe ser alzado como la serpiente de Moisés, para que todo el que crea tenga la vida eterna en él. Luego, le habla del Padre y de su amor: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. El Espíritu, el Hijo y el Padre. Dios, que es amor en sí, ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Unigénito y al Espíritu. Es decir, se ha dado a sí mismo. Como decía de manera provocadora Kierkegaard: “No importa saber que Dios existe, importa saber que es amor”.