Triduo: días 16, 17 y 18 de junio, 11,45 hs.

Misa Solemne: viernes 19 de junio, 12 hs.

 

COMENTARIO

Las últimas semanas han presentado a nuestra consideración una cadena de fiestas cristianas a cuál más destacable y enriquecedora. La de hoy –el Corazón de Cristo- es el broche de oro de aquel itinerario festivo. No me refiero a su categoría litúrgica, sino a que es como un resumen de la actitud y los sentimientos de Jesucristo, en relación a nosotros.

El ser humano no puede conocer el Amor de Dios en Sí mismo, pues supera nuestras capacidades naturales. Por eso Dios se hizo hombre: para redimirnos del pecado y para manifestar, a través de un rostro y unas palabras humanas, todo el Amor que Dios nos tiene. Y ése es Jesucristo, cuyo corazón humano expresa cuanto podemos entender del Amor infinito de Dios. Por ello nunca profundizaremos bastante en el significado de esta fiesta del Corazón de Cristo: por mucho que avancemos siempre será posible amar más, y consiguientemente conocerle mejor. Amor y conocimiento van siempre juntos, en lo humano como en lo sobrenatural.

El pasado domingo nos fijábamos en la necesidad de la fe e hicimos una referencia a la humildad; hoy nos detendremos más en ésta. La Fe implica confiar totalmente en Jesucristo, sin dejar paso a la desconfianza. En este mismo contexto, la humildad supone dejarnos amar por Cristo.

Alguno pensará que esto es fácil. Pero, para dejarse amar por Crisot, es imprescindible arrancar del alma todo aquello que lo impide o dificulta. Y para esto, hemos de comenzar por reconocer que somos pecadores, dolernos por ello y pedir perdón, tratar de corregirnos. Tareas, estas, que requieren no poca humildad.

Sin embargo, el premio es extraordinario. El premio es la ternura de Dios. Con esta expresión el Papa Francisco se refiere a un amor de Dios todo lo  contrario de abstracto e impersonal. Un Dios que nos ama con nuestros defectos; es decir, que no mira los pecados sino la persona de un hijo o una hija suyos. Por eso nos perdona siempre. Pero no podemos sentir esa cercanúa y ternura de su corazón, mientras no nos arrepintamos de esos pecados y recibamos el abrazo del perdón; que convierte nuestras miserias en un camino hacia Dios.

“Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones… abriéndose un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa 165). En los últimos siglos parece que hay un empeño especial del Espíritu Santo en destacar el papel del Corazón misericordioso de Cristo en la vida de los cristianos. Numerosos santos lo han entendido así y lo han publicado.

El resumen es el mismo: somos objeto constante de la Misericordia de Dios. Él es el camino de los humildes.