“Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de las gentes”. Estas palabras del profeta resuenan hoy, en la fiesta del nacimiento de Juan el Bautista. Aún estaba en el seno de su madre, cuando fue lleno del Espíritu Santo; la voz de María produjo ese prodigio al ser escuchada por Isabel.

Esa santificación prematura explica que celebremos el nacimiento de este santo extraordinario, que comenzó su santificación antes de ver la luz. Luego recorrió un largo camino de oración y penitencia, como nos cuenta el Evangelio, dedicándose a convertir al pueblo y bautizarle en las aguas del Jordán, símbolo del perdón de los pecados.

Su momento culminante tuvo lugar cuando bautizó a Jesús de Nazaret, que vino a Juan como uno más del pueblo. Juan lo reconoció y, aunque se resistió al principio, acabó cumpliendo la voluntad de Dios. Luego dio testimonio de Jesús, explicando que había visto bajar al Espíritu Santo sobre Él al salir de las aguas del río. Y así anduvo, invitando a la conversión, hasta el testimonio supremo del martirio a manos de Herodes Antipas. También nosotros, de modo parecido aunque no igual, hemos sido escogidos por Dios desde antes de nacer. Cada uno tiene una misión que cumplir en la vida; una misión, además, que solo él puede cumplir, pues nadie puede sustituirle en ese lugar, en ese tiempo, en esas circunstancias concretas.

Es una responsabilidad grande, y una gran confianza. Dios está al principio y al final de nuestra vida, y todo lo que nos sucede tiene un sentido, aunque no alcancemos a descrifrarlo.

“El Señor me llamó” –dice Isaías-, “me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida y me dijo: tú eres mi siervo escogido… Mientras yo pensaba: ‘en vano me he cansado; en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Es el grito de seguridad y confianza de quien se encuentra –quizá- hundido y fracasado, pero sabe que su Dios es el Señor, que le protege y sostiene en todo momento; quizá más, cuando más perdido se siente. Saber que Jesucristo nos conoce desde antes de nacer, y que ha dado su vida por nosotros, consigue que nuestras penas sean moderadas, nuestros dolores pasajeros, nuestras alegrías agradecidas a Dios, nuestros pecados seguidos de arrepentimiento, y nuestro futuro –tanto en este mundo como en el definitivo- algo que no nos inquieta, pues está en manos de Quien nos dio la vida con el fin de hacernos felices eternamente.

San Juan Bautista tuvo muchos enemigos y sacrificios en su vida, pero nunca mermaron su celo por la salvación y su seguridad en ese Dios al que servía; que no pagaría mezquinamente sus trabajos.