Jesús está de luto por Juan. Ha muerto un pariente directo, pero no sólo eso. Es un amigo. Es el hijo de Isabel y Zacarías. El primero que se dio cuenta de su presencia. El compañero de juegos de niño. El que le ha abierto camino, con la predicación y el bautismo de penitencia, el que le ha presentado a los primeros discípulos, el que se ha hecho a un lado para no entorpecer su misión, el que debía crecer mientras él disminuía. El que en un momento de crisis, en la cárcel de Herodes, le había consultado: ¿eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? Y había mandado a Juana, la mujer de Cusa, el administrador de Herodes, que se puso a servirles con sus bienes. Ahora le precedía en la persecución y en la muerte. Jesús sufre y tiene necesidad de estar solo, de hablar con el Padre. Toma una barca, y se va adonde no va nadie.

Pero alguien lo ha visto y corre la voz, y la gente va, porque nadie ha hablado nunca como él, nadie se ha preocupado de ellos como él. Le llevan enfermos, y él deja de lado su deseo de llorar en soledad y de rezar al Padre en paz. Tiene compasión de ellos, de nosotros, de las ovejas sin pastor. Los discípulos, concretos como secretarios y rudos como guardaespaldas, calculan los riesgos y le dicen: despídelos, para que se arreglan como puedan. No, responde. Dadles vosotros mismos de comer, que para eso os he llamado junto a mí. Para que aprendáis la compasión, el daros como alimento para comer, el no cansaros si con la noche llega el trabajo más fatigoso y no lográis cerrar la jornada en paz. ¿Querríais mandarlos a cada uno por donde vino? Pues no: mirad, hay hierba, mucha hierba. Creada justamente para que esta gente se pueda sentar cómodamente y gozar del picnic más inolvidable de su vida, y de la historia.

Los discípulos trataron de objetar con una excusa válida: sólo tenemos cinco panes y dos peces. ¿Cómo hacemos? ¡Traedlos aquí! Y ahí están, en tus manos, todas nuestras posibilidades, las siete virtudes, las siete obras de misericordia corporal, los siete sacramentos, las siete preguntas del Padrenuestro, las siete ofensas del hermano para perdonar. Eso; así está bien: traédmelas aquí. Ponedlas en juego. No las tengáis sólo escritas en vuestros catecismos. Si las hacéis vida, las pondréis en mis manos y yo las podré multiplicar y se convertirán en alimento para una multitud. Me interesa, sobre todo, dar de comer a las mujeres y a los niños, que no entran en vuestros cálculos. Recoged lo que sobra: es la última fatiga que os pido hoy. Una cesta para cada uno de mis doce; así os quedará impresa en los ojos su gratitud, y en la memoria de los brazos cansados, la sobreabundancia de mi alimento de vida eterna que no acaba nunca.