Ni siquiera por un instante se me pasó por la cabeza encerrarme en casa durante la espera para protegerme, nunca se sabe; para que el niño tan importante que iba a nacer de mí no sufriera traumas, y yo no arriesgara ningún accidente durante el viaje. Sencillamente, fui. Mi saludo a Isabel, apenas entré en su casa, revelaba mi estado de alegría. Estaba muy contenta, también por ella: ¡qué maravilla que Dios la eligiera para ser madre! Fue una sorpresa: bastó mi voz juvenil y sonora para que su hijo, en el seno, se llenara de alegría. Entendió todo sin mis palabras.

Zacarías, aunque estaba mudo, le había contado por escrito cada una de las palabras del ángel Gabriel. Ella las había meditado a lo largo de seis meses. Esperaba el cumplimiento de la promesa: “Estará lleno del Espíritu Santo, ya desde el vientre de su madre” (Lc 1, 15). Y se preguntaba qué podría significar para su hijo la profecía: “Irá delante del Señor” (Lc 1, 17). Con mi saludo entendió todo, ¡se había cumplido la profecía de Gabriel! Me dijo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42). David dijo: “¿Cómo va a entrar en mi casa el arca del Señor?” (2 Sam 6, 9). Y ella: “¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?” (Lc 1, 43). Estaba delante de ella con la boca abierta. ¡Tratada por Isabel como el arca de la Alianza! ¿Será verdad este sueño? “En cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno” (Lc 1, 44). Sí, es todo verdad. Al abrazarle noté que su niño continuaba bailando de alegría en su vientre. ¡Qué felicidad ser comprendida en lo más profundo de aquel misterio, y no tener ni siquiera que buscar las palabras para explicárselo a mi pariente y amiga! No tener ya que temblar esperando que creyera lo que le iba a decir, y que había pensado durante todo el viaje. Llena de fe me dijo: ¡Bienaventurada tú, que has creído!” (Lc 1, 45).

Con Isabel, desde el inicio, nos pasó aquel entendernos sin necesidad de palabras. Cuando ya era adulto, Jesús dijo: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Aquellas palabras suyas me recordaron los diálogos llenos de sueños y confidencias entre nosotras, dos mujeres abiertas al Misterio de Dios que había entrado en nuestro presente, y Jesús estaba ahí, entre nosotras, en mi seno, y escuchaba nuestras palabras: aunque no nos diéramos cuenta, aquel hablarnos con el corazón en la mano durante aquellos días normales era oración verdadera. La comunión de alegría con Isabel y con nuestros hijos me inspiró el canto: “Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc. 1, 46-47).