Jesús se acerca con los suyos a la ciudad en el año 14 d.C. Felipe el Tetrarca llamó Cesarea en honor de Tiberio, el emperador que dominaba el mundo, y cuya efigie están en las monedas con que se pagan los tributos. En ese lugar que simboliza el mayor poder mundano, político y militar, se dirige a sus discípulos y les hace dos preguntas sobre sí mismo. Jesús es maestro de la relación, tanto en los diálogos personales como en las reuniones de grupo.

La primera pregunta es sobre la opinión pública. Sabe que están al tanto de lo que dice la gente, quizá más que él mismo. Se informa: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”. Pregunta en tercera persona, citando la figura profetizada por Daniel y esperada por Israel para el final de los tiempos. Así se distancia y favorece una respuesta objetiva. Los suyos citan las voces que escuchan; mencionan a Juan el Bautista, a Elías y a Jeremías.

Jesús los había preparado con una pregunta que no los interpelaba directamente, y ahora pregunta algo mucho más directo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pregunta bellísima y universal que dirige a cada uno, siempre. Pedro contesta en seguida: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, el Viviente del que su Hijo es “la vida” (Jn 14, 6) que ha venido a traer “en abundancia” (Jn 10, 10). Jesús está lleno de alegría por la gracia de fe que el Padre ha donado a Pedro, y piensa que está preparado para revelarle el proyecto sobre Él mismo. Jesús siempre goza por la fe de cada persona en él, a lo largo de los siglos.

Y entonces desvela más fácilmente su designio. Están en Cesarea, o acaban de pasar por ahí. Han visto el templo dedicado tres siglos antes al dios Pan por el rey de los tolomeos, y el templo en mármol blanco dedicado 50 años antes por Herodes el Grande al emperador Augusto. Han admirado esas piedras imponentes. Así se les queda más grabado que Jesús piensa en una piedra muy distinta sobre la que edificar su iglesia.

La piedra angular que los constructores han desechado es Él, Cristo, piedra viva, como él mismo revelará y Pedro repetirá con frecuencia en sus discursos. Pero la piedra del fundamento que él elige es Pedro. Una piedra viva, hecha de carne y hueso, que se equivoca y que se arrepiente. Las potencias del infierno, cuyo poder en aquella ciudad es bien visible, no prevalecerán contra esta Iglesia hecha de piedras vivas, de corazones de carne en los que el Espíritu escribe la ley nueva del amor. Y da a Pedro un poder también muy distinto: las llaves de la misericordia, del perdón de los pecados. Y un consejo que derrota la vanidad: por ahora, no digáis a nadie que yo soy el Cristo.