Comentario al Domingo XXII del Tiempo Ordinario
A su pregunta, los discípulos han respondido lo que la gente decía: que Jesús era Juan el Bautista, decapitado hace poco por Herodes, o Elías, que huía de Jezabel porque lo querían matar, o Jeremías, el profeta no escuchado y perseguido por reyes y sacerdotes. A la otra pregunta, Pedro es iluminado por el Padre sobre Jesús, “hijo del Dios vivo”. El Señor piensa que están preparados para la revelación acerca de su persecución “por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas”, que lo matarán y luego resucitará.
Pedro, que había recibido la investidura como piedra de fundamento de su Iglesia y la promesa de las llaves para desatar y atar, hace su primera intervención pública, y se equivoca. Trata de proteger a Jesús. “De ningún modo te ocurrirá eso”. Le desconcierta la hipótesis de la persecución por parte de los jefes religiosos de su pueblo. La palabra “resurrección” ni siquiera la ha escuchado. No se da cuenta de que niega la verdad a la palabra del hijo de Dios vivo y se pone en su lugar para decretar qué conviene para la salvación del mundo. Razona como los hombres, piensa que Jesús sólo puede llevar la salvación adelante con discursos y milagros, para obtener el consenso de los jefes de su pueblo. Así todos acabarían por proclamarle rey. Pero no es este el pensamiento de Dios. Jesús se lo dice con claridad y dureza. Le llama Satanás, porque encarna la tentación del maligno: conquistar el consenso de todos los pueblos de la tierra, sujetándose al príncipe de este mundo. Vuelve a ponerte detrás de mí, Pedro, es decir, vuelve a seguirme, a escucharme, a ser discípulo. A todos les aclara las condiciones para el que quiera seguirle.
La primera es “que se niegue a sí mismo”, frase que se ilumina con la parábola de los talentos: Jesús no quiere la anulación de nosotros mismos, sino que hagamos florecer todas las capacidades que nos ha dado, pero sabiendo que no somos el centro del mundo, que hemos de vencer el egoísmo y gastarnos por amor.
La segunda, “que tome su cruz”. La salvación no viene del sufrimiento, que el mundo también conoce, sino del amor, que se comprueba y comunica por el sufrimiento aceptado y la vida donada. La frase podría expresarse así: el que me quiera seguir “tome sobre sí la parte de sufrimiento por amor, que le es dada durante su vida”.
La tercera, “y que me siga”, es decir, que pierda su vida en la mía, para encontrarla: que, como yo, toque al leproso, conquiste a la samaritana con el agua que no se agota, salve a la adúltera de las piedras de los malvados, se conmueva por las ovejas sin pastor y las alimente, no renuncie a anunciar el evangelio, aunque sea al coste de su vida. Vida siempre perdida y encontrada.