Hace ya muchos, pero que muchos años, un grupo de misioneros jesuitas desembarcó en las costas de Brasil y siguiendo el río Paraná se dirigió hacia poblados del interior de Paraguay. Llegados a uno de ellos, se detuvieron durante varias semanas y comenzaron a predicar sobre la necesidad de conocer a Cristo y bautizarse para entrar en su Reino. Les hablaron de la existencia de un cielo y de un infierno, del pecado y de la virtud…

Estos bravos jesuitas lo hacían con tal convicción y alegría que muchos de los que los escuchaban se acercaban para convertirse y seguir a Cristo. Uno de ellos fue Arami, el joven indio que pasará ahora a ser el personaje principal de nuestra historia.

Arami pertenecía a una familia pobre y no tenía formación alguna. Al oír el mensaje de los misioneros quedó profundamente conmovido por las nuevas enseñanzas. Nunca había oído hablar con tanta claridad de misterios tan profundos. Nunca había escuchado a nadie decir que había existido en tiempos remotos un hombre que también era Dios y que había muerto para salvarnos a todos. Atraído por estas enseñanzas, aunque temeroso y avergonzado, se acercó a uno de los misioneros para ser bautizado y aprender más. Arami deseaba conocer más profundamente este personaje tan especial al que los misioneros llamaban indistintamente: Señor, Jesús, Cristo e incluso Maestro.

Un día le dijeron que si de verdad quería seguir a Cristo tenía que cargar con la cruz cada día. No entendiendo bien a qué cruz se referían, les preguntó lo que tenía que hacer para cargar esa cruz tan maravillosa que le ayudaría a alcanzar su Reino. Los misioneros le respondieron:

  • Lo mejor es que hables con Cristo y le pidas que te entregue tu cruz.

Nuestro querido indio se asombró, pues creía que Cristo era cosa del pasado y que de Él sólo quedaban sus enseñanzas, por lo que les preguntó:

  • ¿Dónde tengo que ir para hablar con Cristo y me dé mi cruz?

A lo que uno de los misioneros le dijo:

  • Mira, Cristo se encuentra, precisamente ahora, en el bosque que hay detrás del poblado. Ha ido allí para cortar cruces para los nuevos conversos.

Inquieto, nervioso y alegre, se dispuso nuestro querido Arami a ir al bosque para encontrarse con el que ahora había pasado a ser su Señor. Una vez en el bosque, oyó un repetido golpe de hacha; y, de vez en cuando, un árbol que caía. El ruido se fue haciendo más cercano y fuerte hasta que llegó donde estaba Cristo. Una vez allí le preguntó:

  • Si tú eres Cristo, vengo a que me des mi cruz. De ahora en adelante quiero seguirte a donde tú vayas cargando con mi cruz.

Jesús lo miró a los ojos con profundo amor, y, dirigiéndose a los árboles que ya estaban caídos, tomó dos de ellos, los recortó un poco, les dio la forma de cruz y se lo entregó diciendo:

  • Mira, creo que ésta te irá bien. Eres un hombre joven y fuerte, por lo que no será mucho peso para ti.

La verdad es que la cruz, muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglo. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada.

El joven al verla pensó que Jesús no se había esmerado demasiado en preparársela, pero no estaba en condiciones de quejarse nada más empezar. Como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, y siguiendo las huellas del Maestro, comenzar el largo camino hasta la llegada a ese maravilloso lugar.

No había hecho más que empezar, cuando hizo también su aparición el diablo. Es su costumbre hacerse presente en esas ocasiones, porque, donde anda Dios, acude rápido el diablo.

Desde atrás gritó el diablo al joven diciendo:

  • ¡Olvidaste algo!

Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo que se acercaba sonriente con un hacha en la mano para entregársela.

–   Pero ¿cómo? ¿También tengo que llevarme el hacha? – preguntó molesto el muchacho.

–   No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente-. Pero creo que es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.

La propuesta le pareció tan razonable que, sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su viaje.

El camino se iba haciendo cada vez más duro; primero, por la soledad. Creía que lo haría con la visible compañía del Maestro, pero Él se había ido, dejando sólo sus huellas. Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado.

El camino también era duro por otros motivos. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Parecía como que los salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.

Una noche particularmente fría se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban. Con ello consiguió dos cosas: por un lado, mejorar el madero; y, por otro, encender un fuego con la madera que le había quitado a la cruz. Y así esa noche durmió tranquilo.

A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche tras noche su cruz fue mejorada por el trabajo que en ella iba realizando. Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.

Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía arreglar la molesta cruz.

La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte, para así identificarse ante los demás como seguidor del Crucificado. Y, si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello.

Cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que, gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.

Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Era una puerta estrecha, abierta casi como ventana a una altura imposible de alcanzar. Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entrar.

–   Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.

–   Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera –le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además, tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.

En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida había tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.

Pero el Señor, que siempre es bondadoso y compasivo, no podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra nueva oportunidad.

  • Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti a que puedas entrar.

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Con qué frecuencia también nosotros nos quejamos de las cruces que el Señor pone sobre nuestros hombros. En muchas ocasiones, también las recortamos y pulimos para que no nos cueste tanto cargarlas; pero, con ello, la cruz pierde su virtualidad y ya sirve para poco. Afortunadamente, el amor misericordioso de Dios nos dará una segunda oportunidad, invitándonos a ayudar a quien esté cargando con una cruz realmente pesada. Ahora, juntos los dos, podremos llegar a la meta; y juntos los dos, podremos entrar en su Reino.

Acude y caminemos,

                                               y cruzaremos juntos por el vado,

                                               y entrambos buscaremos

                                               las huellas del Amado,

                                               hasta que al fin lleguemos a su lado.[1]

[1] Gálvez, A., Los Cantos Perdidos, Shoreless Lake Press, 2013, New Jersey, 3ª edición, pág. 55.