La fuerza de la apuesta por la vida
La eutanasia y el suicidio asistido están siendo objeto de campañas propagandísticas a su favor. Ante esta realidad que es una “conjura contra la vida”, hay que recordar que la Iglesia defiende la vida desde su concepción hasta la muerte natural. Se insiste por parte del magisterio eclesial en el respeto especial y en la atención de aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada para que lleven una vida tan normal como sea posible. “La vida es un valor sagrado e intangible”. Estamos llamados a acoger, proteger y acompañar la vida en cualquiera de sus etapas, y en cualquiera de sus circunstancias.
Sólo así podremos ofrecer a nuestra sociedad signos de esperanza “trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad, y se afiance una nueva cultura de la vida humana para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor”, como nos decía San Juan Pablo II.
Hay que amar, respetar y proteger siempre la dignidad de los enfermos incurables o agonizantes, ya sean niños, jóvenes, adultos o ancianos. La eutanasia directa con el fin de eliminar cualquier dolor es moralmente inaceptable. “Una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo y creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre”, subraya el Catecismo de la Iglesia Católica.
Necesitamos sacudir nuestras conciencias. No podemos quedarnos impasibles ante una cultura que frivoliza la realidad de la vida. Ante el sufrimiento insoportable la solución no es la eutanasia sino la atención adecuada, humana y profesional, y a este fin se orientan los cuidados paliativos que no curan, pero cuidan. La piedad y el sentimentalismo falsamente entendidos no pueden sustituir a los horrores de otros tiempos, largamente lamentados. Se trata de poner los medios necesarios para aliviar el sufrimiento y suprimir el dolor y no al paciente. “La verdadera compasión hace solidarios con el dolor de los demás y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar”. Los vientos de la cultura de la muerte traen semillas letales que si encuentran un terreno abonado pueden hacer crecer la cizaña, en este caso, de la eutanasia entre el trigo que ha servirnos para hacer el buen pan de la cultura de la vida. Sembrar esperanza verdadera, aliviar la soledad con una compañía afectiva y efectiva, hacerse cargo del enfermo: es la verdadera compasión.
Lógicamente, no se puede obviar el profundo dilema ni el propio dolor de quienes afrontan la tragedia en carne propia o en la de algún ser querido. No se trata de juzgar ni culpabilizar como fríos espectadores. Pero la propuesta de Jesucristo va más allá del sufrimiento y de la muerte; la Iglesia estará siempre de parte de la esperanza cristiana, que nos llama a construir un porvenir donde nos cuidemos unos a otros en todos los aspectos de la vida: tanto en los detalles más pequeños de cariño, como en las situaciones más trascendentales.
Sería una tristeza pensar en un horizonte para la humanidad de oscuros nubarrones donde ganasen terreno y lo poblasen todo: el abandono, la separación, la pasividad; ceder ante el pesimismo; desertar, desatender, desaparecer, ausentarse; desanimarse, abatirse, rendirse sin remedio… El sueño que vale la pena se construye, probablemente, con otros verbos: acompañar, asistir, proteger, custodiar; reforzar, animar, aliviar, unir; aprender juntos, solidarizarse, sacrificarse por los demás, esforzarse… Por aquí comienza la verdadera cultura de la vida en la que todos caben, donde todos son valiosos.
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.