En las parábolas del reino de los cielos presentadas por Mateo, Jesús nos desvela algunos aspectos del Padre. En la primera, el Padre encarga a sus dos hijos el trabajo en su viña. Nos llama a trabajar en su reino. En la segunda, el Padre, como dueño de la viña, busca los frutos del trabajo que nos ha encargado: la vendimia, el vino. En la tercera, el Padre es descrito por Jesús como un rey que prepara un banquete para el hijo e invita a mucha gente.

Es decir, Dios Padre nos encarga su reino, nos pide cuentas y luego, con el fruto de nuestro trabajo, que sabemos que es un don suyo. Él en su benevolencia organiza una gran fiesta, con muchos otros bienes que pone a disposición de todos. Dios es un rey que, para alegrar a su Hijo, crea a la humanidad y la llama a entrar en comunión de fiesta con el Hijo y, por tanto, con él mismo. Hace todo, piensa en todo. Las bodas, la fiesta, los bueyes y otros animales cebados.

Pero los invitados rechazan la invitación. El rey no se desanima y los invita de nuevo, dándoles los motivos: “Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero el desinterés continúa, piensan en sus negocios, y lo que es peor, insultan y matan a sus siervos. Se puede ver la historia del pueblo elegido que se distancia del proyecto de Dios, que los ha elegido como a su nación. El rey manda a los soldados, mata a los asesinos y destruye la ciudad. En esta ciudad se puede ver a la Jerusalén destruida por los romanos en el año 70 d.C. En el lenguaje apocalíptico, la destrucción, sin embargo, es vía de comunión. Destrucción del mal para que el hombre pecador pueda convertirse y renacer a Dios. El renacimiento se manifiesta en la llamada de Dios dirigida “a cuantos encontréis”.

Los siervos van a las encrucijadas de las calles y llaman a todos: malos y buenos, y la sala se llena. La llamada es gratuita, el amor de Dios es donado sin mérito. Pero hay un invitado sin el vestido nupcial. En la costumbre de entonces, el vestido nupcial era un regalo del rey que hacía la invitación. No llevarlo puesto significaba haberlo rechazado. No ha reconocido en el vestido que le ha regalado el rey su amor gratuito.

El hombre, después del pecado de Adán, sufre la tentación de la autosuficiencia y de no sentirse digno de la salvación regalada por Dios. Pensemos en el vestido blanco del bautismo. Es un regalo gratuito de Dios que nos convierte en sus hijos. Rechazarlo es rechazar la gracia de salvación que regala Dios, pensar que es posible salvarse con las propias fuerzas, sin la ayuda de Dios.