Hace ya tiempo me contaron la historia que, aunque supuestamente imaginaria parecía totalmente real, de un matrimonio relativamente joven que no hacía otra cosa que pelearse.

Roberto y Claudia se casaron a primera vista después de tan sólo tres meses de noviazgo. Recuerdo, según me contaron, que se conocieron durante el baile que se celebraba en la feria del pueblo de ella, San Cristóbal (Venezuela). Pero fue casarse y la relación se transformó en un auténtico calvario. Lo que antes todo eran virtudes y alabanzas, ahora no se veían más que defectos.

A trancas y barrancas pasaron los primeros años de matrimonio. A los cinco años de casados, vino al mundo la primera hija, Verónica. Una niña preciosa de ojos negros y sonrisa angelical. En un principio, este nacimiento sirvió para que el matrimonio hiciera temporalmente las paces; pero era tal la soberbia del uno y el egoísmo de la otra, que el remanso de paz se transformó de nuevo en gritos, discusiones y continuas peleas.

Con tal solo ocho años de casados, y hartos de tantos desencuentros, decidieron de común acuerdo poner fin al matrimonio. Aprovecharon unas pequeñas vacaciones que él tenía en el trabajo con motivo del lunes de Pascua para acercar a su mujer y a su hija a San Cristóbal, que era el pueblo natal de ella y el lugar donde vivían sus padres. Una vez que los hubiera dejado en el pueblo, Roberto volvería a la capital, y su mujer, junto con la niña, quedaría en la casa de los abuelos, esperando la tramitación del divorcio y la posterior desintegración de la familia.

El viaje era largo, casi ochocientos kilómetros en coche. En varias ocasiones ella le pidió relevarle al volante, pero él con un “las mujeres no sabéis conducir” no se lo permitió. A pesar de tan largo viaje no hubo ni un momento de paz. Intercalaban las argumentaciones casi violentas, con momentos de tensa calma en los que cada uno pensaba qué respuesta podía hacer más daño al otro. Verónica, la hijita, entre el cansancio del viaje y el aburrimiento que le causaban las continuas peleas de sus padres, decidió recostarse un poco en el asiento de atrás.

Llevaban ya algo más de medio camino andado. En ese momento estaban cruzando el pueblo de Guanare. Faltaban veinte minutos para las tres de la tarde.

– ¿En cuánto rato más llegaremos? – pregunta la mujer.

– ¡Naciste y te criaste en San Cristóbal y no sabes cuánto podemos demorar de aquí a tu pueblo! – contesta de mala manera Roberto.

– ¿Acaso debo calcular el tiempo? – responde ella empleando el mismo tono.

– ¿Y por qué no?  Eres inteligente, nunca cometes errores, yo soy el torpe. Calcúlalo, cariño.

Claudia intentó cambiar la conversación.

– ¿Estás cansado?

– ¿Qué crees tú?  Trabajo todo el día y a ti no se te ocurre más que viajar en Domingo de Resurrección. Tendré que manejar más de mil quinientos kilómetros en ir a tu pueblo y volver a Caracas mañana lunes, para poder estar en el trabajo el martes. ¡No soy de hierro, menos un asno!

Estaba la discusión en uno de los momentos álgidos, cuando de repente se escuchó un fuerte estallido. El moderno Peugeot zigzagueaba violentamente de un lado a otro de la carretera. Era imposible controlarlo. Hasta que al final se salió de la calzada, y, después de varias vueltas de campana, se quedó a pocos metros del arcén.

-Uno de los neumáticos delanteros ha reventado.– Dijo Roberto tremendamente asustado, aunque sin ninguna herida a primera vista.

Los minutos siguientes fueron dramáticos, acompañados solamente por el silencio dominical de una carretera vacía. Con mucha dificultad, Roberto abandonó los restos del vehículo. Y como volviendo en sí se detuvo un poco y luego observó por entre los hierros retorcidos. Claudia era ahora la que intentaba salir al exterior lográndolo con la ayuda de su esposo.

-¿Y Verónica?  ¿Dónde está nuestra hija? ¡Ha desaparecido!

Comenzaron la búsqueda desesperada de un lado a otro. Al fin la encontraron sin vida muy cerca de la carretera. La primera vuelta del coche lanzó fuertemente su cuerpecito hacia el exterior por una de las ventanas rompiendo el cristal. Allí estaba tendida, quieta junto a unas piedras manchadas de la abundante sangre que todavía salía de su cabeza. Los padres se miraron el uno al otro. No sabían qué decir. Fueron unos segundos de inmenso dolor e impotencia.

De improviso, la niña empezó a recobrar la vida. Eran como las tres y media de la tarde. A sus padres les pareció increíble lo que estaba sucediendo. Atónitos, observaron que de la sangre que cubría su destrozada cabecita ya no quedaba nada. En ese momento, abrió Verónica sus ojitos.

– ¡Papá! ¡Mamá! Él me devolvió a ustedes. Recién estuvo aquí. Tenía las manos ensangrentadas. Me dijo que había resucitado y que se iba al Cielo… yo… yo también volví…

Abrazada la pareja sin saber qué decir, escuchó asombrada el relato de su hija.

Las pupilas de Roberto miraron al suelo, y sobre la tierra había pisadas de pies que se dirigían hacia el oriente. Con la vista siguió esas huellas y a la distancia vio la figura de un hombre alto y delgado ataviado con una blanca túnica que iba caminando y estaba a punto a desaparecer tras un recodo del camino. El marido enjugó una lágrima y besó con delicadeza a su esposa. Claudia dio gracias a Dios.

….

Su amor volvió a resucitar un día de domingo, pero ¡para cuántas parejas no hay domingo de resurrección! A veces no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. ¡Cuántas personas viven peleadas y separadas sin valorar lo que tienen hasta que quizás es demasiado tarde!

Si morimos, que seamos nosotros, pero nunca el amor que nos tenemos. Como nos dice el libro del Cantar de los Cantares:

“Las muchas aguas no podrán apagar el amor” (C.C. 8:7)