Jesús ha resuelto de modo sublime la cuestión del tributo al César, y los fariseos y herodianos “admirados, lo dejaron y se fueron”. Los saduceos, al ver la derrota de los fariseos, se acercaron a Jesús y le pusieron una prueba sobre la resurrección, en la que no creían, presentándole el caso límite de una mujer que, por la ley del levirato, se casó con siete hermanos. ¿De quién será mujer en la resurrección? Jesús desmonta su herejía: “En la resurrección no se casarán ni ellas ni ellos, sino que serán en el cielo como los ángeles”. La muchedumbre queda admirada. Los fariseos ven la derrota de sus enemigos y vuelven a acercarse a Jesús, en grupo, para apoyarse mutuamente, y hacen hablar al más preparado, “un doctor de la ley”.

Los rabinos habían catalogado 613 preceptos sobre los que discutían, con pedantería abstracta, para ponerlos en una jerarquía de importancia. Jesús, aparentemente, se adecúa a las discusiones dando su propia hipótesis, pero en realidad desmonta todo ese legalismo para dar el sentido profundo a cada prescripción de la ley: el amor a Dios y el amor al prójimo. Le preguntan: “¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?, y él cita la Shema’Isra’el de Dt. 6, 5, sobre el amor a Dios, repetida tres veces al día por el israelita piadoso, y añade: “El segundo… es como ese”, añadiendo de modo imprescindible el mandamiento de Lv 19,18. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estas palabras está incluido un tercer mandamiento, que es el amor a sí mismo: también debemos amarnos a nosotros mismos porque hemos sido creados por Dios, amados y salvados por Él. De otro modo, el amor al prójimo pierde el término de comparación y, por tanto, su vigor.

En todo el Nuevo Testamento, el amor a Dios siempre está unido al amor al prójimo. ¿Quién es el prójimo? El pariente, el colega, el paisano, el vecino, pero en particular el más indigente e indefenso: el forastero, la viuda y el huérfano (cfr. Es 22, 20-26), los niños, los heridos, los pobres, los maltratados, los abusados, el que tiene hambre, sed, está desnudo o en la cárcel, e incluso los enemigos y aquellos que te hacen mal y te persiguen.

No es del Evangelio contraponer el amor a Dios al amor por los hermanos. “Ya no podemos separar la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas. Recordad esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto amas tú? Y cada uno se da la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor” (Papa Francisco, Ángelus, 26-X-2014).