El día 2 de Enero de 1884, un anciano desconocido se presentó al cura párroco de una población de Francia, pidiéndole, por favor, que fuese a ver a una enferma que se estaba muriendo. No sólo el anciano indicaba la calle, casa y número, sino que también se ofreció a acompañar al sacerdote hasta la puerta de la casa.

La calle nombrada tenía muy mala reputación, el anciano era desconocido, y la oscuridad de la noche hacía que el ministro de Dios pusiera algún reparo a la invitación del visitante; más éste le dice:

—Es preciso que usted venga, y sin tardar, porque es cuestión de administrar los santos sacramentos a una pobre mujer que está agonizando.

Después de oír eso, el sacerdote no vacila ni un momento, y, acompañado del anciano, se pone en camino para cumplir con su deber.

La puerta de la casa estaba cerrada; y, aunque era la de peor aspecto de toda la calle, pensó el sacerdote que Dios vino al mundo para salvar a los pecadores, así que tiró de la campanilla… No contestaron.

Creyendo que lo estaban engañando, se disponía a marcharse, cuando el anciano que le acompañaba empujó la puerta y la abrió.

Al entrar, se oyó una voz, que desde una alcoba apartada decía:

— ¡Un sacerdote! ¡Un sacerdote! ¡Que no me dejen morir sin sacramentos!

—Aquí está el sacerdote —dijo éste, acercándose al lecho.

— ¡Gracias a Dios! —respondió la moribunda. ¡No me puedo creer que alguien de esta casa iría a avisar a un sacerdote!

El ministro de Dios la consoló, la confesó y le administró los santos sacramentos. Cuando ya había cumplido su misión, éste preguntó a la mujer si, en medio de su vida de pecadora, había conservado alguna devoción.

—Una sola —contestó ésta— la de rogar a San José que me obtuviese una buena muerte.

Pocos minutos después, la mujer entregaba su alma a Dios, después de haber obtenido su gracia y haber conseguido tener una muerte cristiana.

Cuando el sacerdote se disponía a retirarse, se dio la vuelta para agradecer al anciano por haberle llamado y no encontró a nadie. La casa estaba vacía.

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San José es el patrono de la buena muerte, pues nadie murió con mejor compañía que él; rodeado nada menos que de Jesús y María. Que también nosotros le tengamos una gran devoción a este santo; y todas las noches, antes de acostarnos, le pidamos humildemente: ¡San José, concédeme una buena muerte!