Comentario al domingo XXXII del tiempo ordinario
Las tres parábolas del capítulo 25 de Mateo forman parte de la respuesta que Jesús da a los discípulos que le habían preguntado: “Dinos cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de tu venida y del final del mundo” (Mt 24, 3), y se iluminan recíprocamente.
La primera es la de las diez vírgenes. Es la vida del hombre sobre la tierra. Diez es el número de la perfección: en las diez vírgenes está toda la humanidad, que espera el encuentro definitivo con Dios, el esposo. La vida es un noviazgo, que precede a las bodas eternas con Dios. A veces podemos tener la sensación de que el esposo tarda en venir, y nos puede entrar la falsa impresión de que la vida dure para siempre y de que siempre será posible cambiar de rumbo, adquirir el aceite para nuestra lámpara. Sin embargo, terminará, y ya no tendremos ocasión de hacer el bien, de amar. Este es el sentido de la puerta cerrada en la casa del esposo para las vírgenes que llegan tarde. No es dureza, es la revelación de que sólo durante el tiempo de la vida podemos merecer el cielo.
A la media noche, cuando todos duermen, es decir, cuando todos terminan su existencia, llega el esposo. Y en ese instante, las personas que han amado y por tanto han llenado de aceite su vida no podrán darnos de su aceite si es que no lo tenemos. Ninguno puede amar en nuestro lugar, ni desear el encuentro definitivo con Dios por nosotros. Es por eso por lo que las vírgenes sabias no prestan su aceite, no por egoísmo. La invitación final de Jesús: “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”, tiene el efecto de sacudir, y al mismo tiempo nos revela un dato de la experiencia: no conocemos el momento del encuentro con el esposo. Esto no debe llevarnos al sueño del descuido, sino a la vigilia del amor diario.
Cada día trataremos de meter en pequeños recipientes el aceite que compramos a los revendedores. Los vasos chicos nos hablan del gran valor de los pequeños gestos de amor cotidiano, con los que compramos el aceite que da luz a nuestra existencia, que hace operativa nuestra fe. Los gestos con los que, con amor, hacemos fructificar el talento de la vida y el de la fe. ¿Quiénes son los revendedores? Nos lo dirá la última de las tres parábolas: el que tiene hambre, sed, enfermedad, cárcel, desnudez… Cuidando de ellos, que son Cristo, recibimos el aceite del amor que nos prepara para el encuentro con el Esposo, y que ningún otro puede adquirir en nuestro lugar. El grito de la medianoche literalmente suena así: “¡Mira el esposo! ¡Salid a su encuentro!”.
Mirar al Esposo siempre, ir a su encuentro, amarlo en los revendedores que son Él, es el sentido y la plenitud de la vida cristiana, que llena de aceite, de Espíritu Santo, nuestra existencia.