Hubo una vez un joven al que le gustaba mucho el fútbol. Siempre soñaba en la posibilidad de jugar en un equipo profesional de su tierra natal, Brasil. Desde bien pequeño comenzó a entrenar, pero, como sus compañeros eran más hábiles, veloces y fuertes que él, nunca le dejaron jugar en los partidos oficiales del equipo del colegio. Se limitaba a ir a los partidos con su madre y esperar en el banquillo por si algún compañero faltaba o se lesionaba. Su madre, a quien amaba profundamente, siempre le animaba a seguir perseverando en su afición por el juego.

Cuando llegó a la universidad, seguía su ilusión y su sueño. Siempre le daba entradas a su madre para que asistiera a los partidos, con la esperanza de jugar en alguna ocasión; aunque también sabía que probablemente no jugara en el equipo y se quedaba en el banquillo como siempre.

Un día, estando en medio de un entrenamiento, le llegó la terrible noticia de que su madre había sido gravemente atropellada por un auto y había muerto. El entrenador, que enseguida se dio cuenta de la situación, le dijo a nuestro joven que se tomara el resto de la semana libre para reponerse.

La semana siguiente se celebraba el último juego de la temporada. El joven llegó suplicando al entrenador que le permitiera jugar, pero era la gran final y el entrenador sabía que no tenía experiencia. Tal fue su insistencia que le permitió jugar. Realizó un muy buen partido, interceptó numerosos balones, metió varios goles; en fin, el partido se ganó gracias a su inmenso esfuerzo. Al finalizar el partido el entrenador le felicitó y le dijo:

  • ¡No puedo creer cómo lo lograste! ¿Cómo lo hiciste?

A lo que el joven respondió:

  • Usted sabe que mi madre murió, pero lo que no creo que supiera es que era ciega, ¿verdad? Pues bien, hoy fue el primer partido en el que mi madre pudo verme jugar.

…………………

Hay personas que ya vienen a esta vida con “limitaciones”, otros, la mayoría, las vamos adquiriendo con el paso del tiempo. Cuando llegamos a viejitos, ya son tan numerosas que apenas sí podemos hacer nada: no podemos andar, nos tienen que llevar a todos los sitios, tenemos que depender de los demás para todo, apenas sí vemos u oímos…, incluso para comer tenemos que masticar con los dientes de otro. En el fondo, nos hemos ido consumiendo por el trabajo y el amor. En realidad, no nos ha importado pues ha valido la pena gastar nuestra vida para que otros puedan ser felices. Además, sabemos muy bien, que en el cielo todas esas limitaciones desaparecerán: seremos criaturas totalmente renovadas.

“Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que transformará nuestro cuerpo miserable, conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas” (Fil 3: 20-21).