Cuentos con moraleja: “Cada vida es un regalo del amor de Dios”
Este cuento nos relata la vida de un muchacho que para el mundo era un error, pero, para Dios y para sus padres, un auténtico regalo de su amor.
Jeremías era un niño de cuerpo deforme y mente bastante lenta que nació con una enfermedad congénita degenerativa. Vino al mundo en Alconada, un pueblecito de Salamanca de no más de quinientos habitantes, hacia la segunda mitad del siglo XX. Uno de esos pueblos que, cuando los jóvenes se olvidaron de la agricultura y la ganadería, se transformaron, por la hégira hacia la capital, en pueblos fantasmas, uno de tantos que todavía, detrás de alguna colina perdida, se pueden encontrar en la maravillosa geografía de nuestra bendita Castilla.
De niño sufrió mucho, pues con motivo de su enfermedad no anduvo hasta los 6 años. De hecho, sus padres lo tuvieron que llevar a un traumatólogo infantil para que este le diseñara un artilugio que se ponía en las piernas y le ayudaba a mantener el equilibrio. Con el paso del tiempo aprendió a andar e incluso a correr y jugar; pero, como su problema era también un grave retraso mental, los niños de su edad nunca le hicieron caso.
Cuando les fue posible, los padres matricularon a Jeremías en la única escuelita que tenía el pueblo. Una escuela donde, en una sola habitación, convivían y aprendían alrededor de 40 niños desde primer grado hasta el ingreso en el bachillerato (de 6 a 10 años). Una vez superada esa edad, si querían seguir estudiando, tenían que irse forzosamente a Peñaranda de Bracamonte, distante no muchos kilómetros.
Cuando cumplió 12 años todavía estaba en segundo de primaria, ya que era incapaz de aprender. Su maestra, Carmen Astudillo, -que de joven había tenido un desengaño amoroso y por ello se había dedicado en cuerpo y alma a enseñar a los niños-, perdía frecuentemente los nervios con él. Debido a su enfermedad, Jeremías lo mismo se retorcía en su asiento y emitía sonidos guturales que desagradaban y distraían al resto de los niños que hablaba de manera clara y precisa, como si un rayo de luz penetrara ocasionalmente en la oscuridad de su cerebro. Es por eso por lo que la maestra estaba muy preocupada a causa de Jeremías, ya que ni avanzaba él ni dejaba progresar al resto de la clase.
Un día, la maestra llamó a los padres de Jeremías y les pidió que fueran a verle al colegio. Cuando los padres llegaron, pasaron al despacho de la señorita Astudillo, quien les dijo:
- Siento mucho decirles que Jeremías tendrá que abandonar este colegio. Su hijo necesita un colegio especial para niños como él. Debido a sus limitaciones, ni aprende él ni deja progresar a los demás. Por otro lado, Jeremías ya tiene doce años y está en el aula con niños que como máximo tienen nueve años, lo cual no es bueno.
La madre de Jeremías, que sospechaba el motivo por el que la maestra les había llamado, al oír de modo tan claro hablar de las deficiencias de su hijo, no pudo por menos que llorar amargamente. Mientras tanto, su marido seguía hablando con la maestra:
- Señorita Astudillo, en este pueblo tan pequeño no hay escuelas especiales como las que usted se refiere. Tendríamos que mandarlo a la capital, pero para nosotros sería un gasto imposible de asumir; y, además, en Salamanca no tenemos ningún familiar con el que pudiera vivir. Le rogamos tenga paciencia con nuestro hijo. Ya sabe por otro lado que, por motivo de su enfermedad congénita, le queda poca vida, por lo que no nos gustaría separarnos de él.
La maestra, impresionada por la conversación con los padres, pero, preocupada también por los otros niños que tenía en la escuela, se quedó pensativa no sabiendo qué responderles, por lo que les pidió unos días para pensárselo.
Una vez que los padres de Jeremías su hubieron marchado, Carmen se quedó mirando fijamente al horizonte a través de una de las ventanas del aula, mientras que unos copos de nieve que empezaban a caer anunciaban la cercanía de la Navidad.
Los días sucesivos, Carmen estuvo analizando la situación y buscando una salida que fuera buena para todos. Mientras ponderaba las diferentes posibilidades, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de ella.
- Aquí estoy protestando, cuando mis problemas no son nada, comparados con los de esta familia, – pensó. Por favor, Señor, ¡ayúdame a ser más paciente con Jeremías! ¡Ayúdame a quererle y a darle alegría en los últimos años que le puedan quedar de vida!
Desde ese día, intentó ignorar los ruidos de Jeremías, al tiempo que enseñó al resto de los niños a quererle y a tener paciencia con él.
Este cambio de actitud de la maestra fue rápidamente percibido por nuestro pobre Jeremías.
Una mañana, Jeremías se acercó a la mesa de la maestra, arrastrando sus piernas casi ya paralíticas. En esto que, poniéndose junto a ella, se le acercó al oído y le dijo:
- ¡Te quiero mucho, Seño!
Palabras que fueron escuchadas por el resto de los niños, quienes no pudieron evitar reírse, provocando al mismo tiempo que la maestra se sonrojara y comenzara a balbucir:
- ¿Co-cómo? Eso es muy bonito, Jeremías. Gracias. Pero a..a..ahora vuelve a tu sitio y continúa con la tarea.
Pasaron tranquilamente los meses hasta que después de los fríos invernales, un buen día comenzó a anunciarse la primavera. Este año la Semana Santa caía a mitad de abril. Durante gran parte de la Cuaresma, la profesora, que les explicaba, como se hacía antiguamente, todas las asignaturas, aprovechaba las primeras horas de la tarde para darles doctrina sagrada, rezar con los niños algunas oraciones y leerles historias de santos. Cuando faltaban tan solo unos días para el Domingo de Ramos, les explicó a los niños el significado de la Semana Santa: las maravillas que ocurrieron el Jueves Santo, la Pasión y Muerte de Jesús el día Viernes, y la espera gozosa hasta la llegada del Sábado de Gloria (como se decía antiguamente).
Los maestros de entonces eran realmente sabios, sabían de todo; y con un solo libro[1], los niños eran capaces de aprender de todo, y además de verdad.
Ese año puso especial énfasis en enseñarles la importancia que tenían la Muerte y Resurrección de Jesucristo: Les explicó que, a través de ellas, también nosotros moríamos al pecado y resucitábamos a una nueva vida. Les enseñó que el “huevo de Pascua” significaba el comienzo de una nueva vida para los cristianos[2]. Con el fin de reforzar esta enseñanza, le dio a cada uno de los niños un huevo de plástico y les dijo:
- Quiero que os llevéis a casa este huevo y mañana lo traigáis con algo dentro que signifique una nueva vida. ¿Lo habéis entendido?
A lo que todos respondieron con un ruidoso ¡¡¡¡ SÍÍÍ !!!. Bueno, todos no, pues Jeremías no dijo nada. Él le escuchó con atención, dando la impresión de que lo estaba entendiendo todo, pero ¿habría comprendido realmente lo que ella quería decir? ¿habría entendido lo que dijo sobre la muerte y resurrección de Jesús? La maestra se quedó pensando si no sería mejor llamar a sus padres y explicarles la tarea.
Carmen, la maestra, pasó el resto de la tarde corrigiendo deberes, yendo a la tienda para comprar comestibles y haciendo las mil y una cosas pendientes que siempre tenía en lista de espera. Era ya algo tarde cuando, de repente, recordó que no había llamado a los padres de Jeremías. Se entristeció ante este olvido, y decidió confiar que Jeremías hubiese entendido algo.
A la mañana siguiente los niños volvieron contentos a la escuela trayendo la “misión especial” que la maestra les había encargado. Conforme iban llegando depositaron los huevos en una cesta de mimbre que la maestra había preparado para tal fin. En esto que la maestra dijo:
- Bueno, como hoy es miércoles comenzaremos con las matemáticas.
Se oyó un rumor de desaprobación, pues todos los niños estaban esperando mostrar lo que habían puesto en los huevos. Cuando la maestra se percató del desencanto, hizo silencio y les dijo a los niños:
- Si os portáis bien, cuando acabemos las matemáticas pasaremos a revisar lo que ha traído cada uno.
A lo que los niños aplaudieron vivamente. Acto seguido, uno de los niños más responsables chistó a los demás para que guardaran silencio.
Acabada la lección de matemáticas, llegó el momento de abrir los huevos. La maestra se dirigió al primero, lo abrió y encontró en él una flor.
- ¡Oh! Sí. La flor es ciertamente signo de una nueva vida. Cuando las plantas empiezan a crecer y se ven las primeras flores, sabemos que ha llegado la primavera. ¿Quién trajo este primer huevo?
A lo que una niña, inmensamente feliz, alzó la mano identificándose como autora del mismo.
El siguiente huevo tenía una mariposa de plástico.
- Este es también un bonito ejemplo, – dijo la maestra. Ya sabéis todos que la oruga tuvo que morir y de ahí salió esta mariposa. Este es también un bello signo de nueva vida.
Y así siguieron abriendo uno a uno los huevos de Pascua hasta que llegaron al que había traído Jeremías. Cuando la maestra lo cogió, Jeremías se puso nervioso y dio un gran salto, al tiempo que levantaba las manos con regocijo.
- Bien, -dijo la maestra. Ya sabemos que este lo trajo Jeremías. Vamos a ver ahora lo que esconde dentro.
Abrió el huevo y comprobó que estaba vacío. Los niños comenzaron a reírse de él.
En ese momento la maestra se culpó de no haber llamado a sus padres. Ciertamente, Jeremías no había entendido la tarea. La maestra no quiso que Jeremías pasara vergüenza por lo que, sin decir nada, puso el huevo a un lado y se dispuso a abrir el siguiente. En esto que Jeremías se incorporó y le dijo a la maestra:
– Seño, ¿no va a decir usted nada de mi huevo? – Por lo que no le quedó más remedio que responder:
– ¿Qué quieres que diga? Tu huevo no tiene nada dentro, está vacío.
Y Jeremías respondió:
- Igual que la tumba de Jesús.
En ese momento la maestra se quedó sin habla. Una vez que se recuperó de la sorpresa, le preguntó al niño:
– ¿Y tú sabes por qué estaba vacía?
– ¡Claro! Como usted nos enseñó, resucitó al tercer día y su Padre se lo llevó con Él.
La conversación estaba en su momento más álgido cuando de pronto sonó la campana de la torre de la Iglesia anunciando el rezo del Ángelus y el recreo de las 12. Los niños salieron al patio para disfrutar de un merecido descanso. Carmen, la maestra, se quedó en el aula disimulando unas lágrimas que comenzaron a salir de sus ojos. La frialdad de su interior y sus dudas sobre Jeremías se habían desvanecido por completo.
Dos meses más tarde, cuando el colegio estaba ya a punto de concluir y los niños se disponían a gozar de unas merecidas vacaciones de verano, una mañanita llegó el papá de Jeremías a hablar con la maestra para anunciarle que su hijo acababa de fallecer.
El velatorio se celebró en la misma casa, ya que en el pueblo no había tanatorio. Los papás de Jeremías sacaron la mesa del comedor, pusieron una alfombra sobre el suelo y unas velas alrededor del ataúd. Seis o siete sillas prestadas por los vecinos terminaban de componer esta improvisada habitación fúnebre.
Esa misma tarde, todos sus compañeros de colegio fueron a la casa de Jeremías para darle el último adiós. Cuando se hizo de noche, la maestra fue a visitar de nuevo a la familia y ya de paso preguntar si necesitaban alguna cosa. La maestra entró en la sala donde habían puesto los restos de su alumno. Se acercó al féretro y vio que sobre la tapa del ataúd los niños habían puesto numerosos huevos de Pascua. Todos ellos vacíos.
[1] Si es usted mayor de sesenta años todavía se acordará de la famosa Enciclopedia Álvarez.
[2] Cfr. http://www.significados.com/huevo-de-pascua/