Comentario a la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María
Cuando contaba sobre el encuentro con el ángel Gabriel, alguno de los discípulos de Jesús me decía: “Madre, parece que casi no te asustaste por la presencia del mensajero del cielo, sino más bien por lo que te dijo”. Tenían razón: su presencia infundía paz, no me daba ningún miedo, estaba acostumbrada a sentir junto a mí la cercanía de Dios y de sus mensajeros. Pero a las primeras palabras que me invitaban a la alegría: “Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo”, tuve una reacción de temor. Porque me recordaban aquellas del profeta Sofonías: “Canta de gozo, hija de Sion, alborózate Israel, alégrate y disfruta de todo corazón, hija de Jerusalén. El Señor, tu Dios, está en medio de ti como poderoso Salvador” (Sof. 3, 14. 17). Estaba acostumbrada a oírlas referidas a Jerusalén y al pueblo de Israel. El ángel, sin embargo, las dirigía a mí, como para decirme: ¡tú eres aquella hija de Sion! El corazón me saltaba fuerte en el pecho. Después vino la invitación a no tener miedo y el anuncio del nacimiento en mí del Hijo del Altísimo.
Después de haber dado mi asentimiento: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”, aquella primera palabra, “alégrate”, pudo tener un espacio más tranquilo en mi corazón y crecer constantemente. La alegría, que había sido compañera de mis días, de mis juegos, de mis sueños, no me abandonó nunca más. Me daba cuenta de que habría podido preocuparme del futuro: ¿qué será de mí? ¿cómo podrán creerme? Sin embargo, prevalecía una alegría inefable, la certeza de que no sería abandonada, de una protección divina que me guiaría. Aquel “alégrate” permaneció impreso en mi corazón como una invitación permanente. Vi un reflejo extraordinario de todo esto en la explosión de alegría de Isabel y en el niño cuando escuchó el sonido de mi voz.
Con el pasar de la vida, volvía a escuchar la invitación a la alegría en los momentos bellos y en los duros. “Alégrate”, escuchaba dentro de mí cuando percibía toda la angustia de José en el momento de su incertidumbre. “Alégrate”, cuando José me contó su decisión y lloré de alegría. “Alégrate”, cuando me casé con José y se veía que ya estaba embarazada y algunos decían que de ese modo lo había obligado a casarse conmigo. Otros pensaban que lo había traicionado. La calumnia prosiguió, se difundió y no se apagó. A Jesús, adulto, le dijeron, para herirlo: “Nosotros no somos hijos de la prostitución” (Jn 8, 41). Pero yo seguía escuchando la invitación: “¡Alégrate!”. Llegó la noticia del censo a trastornar nuestros programas, a erradicarnos justo en aquellos días sublimes: “¡Ten alegría!”. Él arreglará todo. Y fue así. En Belén encontramos un refugio y los ángeles no nos abandonaron.