Juan es “un hombre enviado por Dios” y su tarea es “dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran”. Observemos el estilo de Dios que, conociendo la lentitud y las dificultades de los hombres para creer, envía testigos, prepara el camino, suaviza el terreno. Es su estilo, antes de Cristo y también después de Cristo. No hace las cosas sólo por sí mismo, no se basa en su omnipotencia.

Él es el primero que tiene la humildad del Creador, que se esconde, la humildad del Salvador que se hace presente así ante los demás, no se autoimpone. Lo presentan los ángeles a María, a José y a los pastores y, antes de la manifestación pública, Juan. La humildad del predicador, del apóstol, de Juan, se funda en la humildad de Dios: él no es la luz, solo debe dar testimonio de la luz.

Es hermoso este nombre de Jesús, entre tantos que recibe en la escritura: luz. Con él llega la vida, los frutos del campo, la posibilidad de trabajar y de caminar. La claridad de nuestro ser y de nuestro destino. De dónde venimos y a dónde vamos. La conciencia de nuestros limites y pecados. La fuerza indispensable para la síntesis clorofílica de la salvación.

Juan dice tres veces no. Anticipa los pensamientos de los fariseos y les clarifica que él no es el Cristo. Le preguntan, entonces, si él es el Elías anunciado por el profeta Malaquías para los últimos tiempos y él dice que no. Jesús, en cambio, dirá a sus discípulos “Elías ya ha venido y no lo han reconocido, sino que han hecho de él lo que han querido. Así también el Hijo del Hombre va a padecer a manos de ellos” (Mt 17, 12). Los discípulos comprendieron que les hablaba de Juan el Bautista, y Jesús lo revela como el precursor también de su pasión y su muerte. Entonces le preguntan si él es el profeta igual a Moisés que fue prometido en el Deuteronomio. Juan lo vuelve a negar. Los fariseos son tenaces y quieren controlar todo y tener algo que decir a aquellos que los han enviado: de una vez, dinos quién eres. Juan se revela como la voz profetizada por Isaías: “Una voz grita: en el desierto preparad el camino del Señor”. Pero a ellos esta petición no los satisface, imaginan ya las objeciones de sus jefes: ¿por qué, entonces, bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías, ni el profeta? Una voz no puede bautizar, ¿qué sentido tiene?

Pero Juan responde sin responder, aterrorizándolos con una nueva perspectiva: en medio de vosotros está uno al que no conocéis y a quien ni yo soy digno de ser su siervo. Si no lo conocen no lo pueden interrogar, no lo controlan y su poder está en peligro. Así, les lanza en el desconcierto y los calla. Jesús procurará estar lo más lejos posible de esos controladores de los proyectos de Dios.