Comentario a la Solemnidad de Navidad
Dios me regaló a José: sin él no hubiera sido posible nada de lo que ocurrió aquella noche. Fue el elegido por Dios como custodio del niño y mío, y testigo de aquellas horas. Habríamos deseado seguridad y silencio de oración. En cambio, hubo frío y preocupación. Pero el Señor nos donó paciencia en medio de la ansiedad, silencio en la confusión y amor entre nosotros y por el niño, en medio de la indiferencia de la gente. En aquella gruta, sobre la paja seca, una luz se hizo camino a través de mi seno. Poco después, entre los brazos tenía al niño, que yo miraba con estupor y llena de gratitud. Inmediatamente lo envolví con un paño blanco que había traído de casa. Era como todos los niños, pero con algo especial. Entendía que recibía con alegría la ternura inmensa con la que su padre José y yo le acudíamos.
La llegada de los pastores nos confortó mucho. Estaban temerosos y devotos. Se maravillaban al ver al niño en un pesebre. “El ángel nos lo dijo así”, exclamaban. Fue un resquicio de cariño en medio de la indiferencia y de la ignorancia de los demás. Dios se manifestaba de nuevo a nosotros a través de pastores como David, que había cantado: “El Señor es mi pastor: nada me falta”. La alegría era para todo el pueblo, no sólo para nosotros. Ya no estábamos solos. Cuando le contaron lo que el ángel había dicho, José se sorprendió y se llenó de alegría al pensar que las palabras “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que él se complace” fueran también para él. Agradecimiento de Dios por José, a quien había puesto en medio de mi vida y que había cumplido bien todo. Arregló aquel lugar, y luego encontró una casa mejor.
Sufríamos juntos por la lejanía de nuestros parientes y amigos, pero nos alegramos por el don inmenso que habíamos recibido y que era para todo el mundo. No queríamos aceptar los dones de los pastores, pero nos obligaron y en realidad no teníamos nada. Cuando se hizo de día, fuimos rápidamente al lugar del censo. Dentro de nosotros había un contraste. Nuestro padre David había sido castigado por Dios por haber querido contar a sus hombres, no se había fiado de la fuerza de Dios. Y nosotros, con el hijo de Dios niño, ¿debíamos someternos a aquella orden del emperador? Aún así, fuimos, y luego, a lo largo de los años, comprendimos que en aquella paradoja había un designio de Dios: también los potentes del tiempo habían testimoniado, sin saberlo, con un escrito suyo, que en Belén había nacido un descendiente de David, de nombre Jesús, hijo de José de Nazaret. Dios había previsto que el nombre de su hijo resonase en el canto de los ángeles y fuera escrito en los documentos de los hombres que había venido a salvar.