¿Con qué frecuencia permite que la estupidez y la insensatez de otras personas cambien su estado de ánimo? ¿Se enfada cuando otro conductor se cruza en su camino imprudentemente o cuando alguien le trata irrespetuosamente? En este “cuento” intentaré darle la clave para que eso no ocurra.

Hace varios años, tomé a un taxi para ir al trabajo pues mi coche estaba en el taller. El taxista era un hombre de unos sesenta años, pelo blanco y un tanto grueso. En muy pocos minutos estábamos hablando de temas un tanto personales como si nos conociéramos toda la vida. De repente, sin saber cómo ni porqué otro automóvil se cruzó bruscamente. El conductor del taxi, para no causar una tragedia, tuvo que dar un volantazo y frenar súbitamente. Milagrosamente no ocurrió nada, pero el conductor del vehículo que había cometido la imprudencia se bajó muy nervioso de su auto y comenzó a gritar e insultar al taxista.

El taxista, a pesar de lo injusto de la situación, sonrió, levantó su mano y lo saludó muy amablemente diciéndole:

  • ¡Lo siento! ¡Que Dios le bendiga y le conceda un buen día!

Luego, sin decir nada más, prosiguió la marcha. Sorprendido por esta actitud, le pregunté:

– ¿Por qué le ha respondido así? ¡Esa persona por poco destruye su automóvil, y, además, casi nos envía a los dos al hospital!

Entonces el taxista me dio una lección que jamás olvidaré:

– Muchas personas son como el camión de la basura. Están cargados de enojo, odio, frustración, resentimiento… y ante cualquier situación aprovechan para descargarla.

Y yo le respondí:

– Pero, ¿por qué lo hacen en un momento como este? ¡Usted no le ofendió! ¡Fue totalmente su culpa! ¡Fue él quien se le echó encima!

Y el taxista me dijo:

– Lo hacen a la primera oportunidad que tienen porque necesitan eliminar de su interior toda la basura acumulada. Ya no hay espacio para más.

Desde aquel día no he vuelto a permitir que los “camiones de basura” tomen el control de mis sentimientos y mucho menos de mis reacciones. Aprendí que sonreír a los insatisfechos, malhumorados y frustrados era la mejor medicina, pues ellos aprendían con mi ejemplo; y yo, no perdía mi paz.

En cuántas ocasiones parecidas perdemos los nervios y nos ponemos a la misma altura de aquel que nos ofende. Aprendamos del taxista; es una lección sencilla pero que exige mucho autodominio y todavía más, mucha caridad cristiana.

“La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13: 4-7).

¡Cuántas veces hemos oído estas palabras de San Pablo! ¡Ojalá que algún día sean también nuestras!