Estaba Jesús haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:

  • Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.

Y Jesús le respondió:

  • “Así, pues, habéis de orar vosotros: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, como en el cielo, así en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos pongas en tentación, mas líbranos del mal”.

De todas las oraciones que hace el cristiano, la más importante es el Padrenuestro, por la sencilla razón de que fue compuesta, enseñada y aconsejada por el mismo Jesucristo.

Es una oración sencilla y directa dirigida a Dios Padre para darle gloria, pedirle que venga su Reino, cuide de nosotros todos los días con su providencia y perdone nuestros pecados. Es un a modo de resumen de cuál habría de ser la vida de cualquier cristiano.

Debido a la sencillez de la oración y a ser una de las que con más frecuencia rezamos, tenemos el peligro de hacerlo de modo rutinario sin saborear la riqueza y profundidad de su contenido. Por otro lado, siendo el mismo Cristo quien nos aconsejó que así rezáramos, unió a su rezo miles de gracias que podemos conseguir.

Todos los santos la rezaron con gran devoción, desde los Primeros Apóstoles hasta nuestros días. Muchos de ellos escribieron tratados y comentarios del mismo. Son particularmente conocidos los cuatro comentarios de Santo Tomás de Aquino y el comentario de Santa Teresa de Jesús. San Ignacio de Loyola aconsejaba rezarlo meditando todas y cada una de sus palabras. Para muchos de ellos era el modo de iniciar su meditación personal e incluso de entrar en éxtasis místico.

Para darnos cuenta del inmenso valor y poder de esta oración les copio una historia real que aconteció en los tiempos de San Francisco de Asís a uno de sus frailes menores; historia que nos relata el maravilloso libro de “Las florecillas de San Francisco”.

Esta es la historia de Fray Conrado de Offida, celador admirable de la pobreza evangélica y de la regla de San Francisco. Fue por su piadosa vida y grandes méritos tan agradables a Dios, que Cristo bendito lo honró en vida y muerte con muchos milagros.

Llegando una vez como forastero al convento de Offida, le rogaron los frailes, por amor de Dios y por caridad, que amonestase a un fraile joven que allí había, el cual se portaba tan pueril, licenciosa y desordenadamente que a toda la comunidad perturbaba…

Fray Conrado, por compasión hacia el joven y por la súplica de aquellos frailes, lo llamó aparte y con ferviente caridad le dijo tan eficaces y devotas palabras que, obrando la divina gracia, cambió repentinamente, transformándose en viejo por las costumbres el que era niño, y se hizo tan obediente, benigno, solícito y devoto, tan pacífico, obsequioso y aplicado a las obras de virtud que, como antes perturbaba a toda la comunidad, así después tenía a todos contentos y edificados.

Fue Dios servido que, a poco de su conversión, muriese este joven, de lo que se dolieron mucho los frailes; y algunos días después de la muerte su alma se apareció a fray Conrado, que estaba orando devotamente delante del altar de dicho convento, y lo saludó reverentemente como a padre.

  • ¿Quién eres tú?, preguntó fray Conrado.
  • Soy, respondió, el alma del fraile joven que murió estos días pasados.
  • ¿Qué es de ti, hijo carísimo?, preguntó de nuevo fray Conrado.
  • Padre carísimo, contestó, por la gracia de Dios y por tu doctrina estoy bien, porque no estoy condenado; pero por mis pecados, que no tuve tiempo de purgar bastante, sufro grandísimas penas en el purgatorio. Te ruego, Padre, que como por tu piedad me socorriste en vida, me socorras también ahora en mis penas rezando por mí algunos Padrenuestros, porque tu oración es muy agradable a Dios.

Rezó fray Conrado un Padrenuestro y Réquiem, y le dijo aquella alma:

  • ¡Oh, Padre carísimo, cuánto bien y cuánto refrigerio siento! Ahora te pido que lo reces otra vez.

Y habiéndolo rezado fray Conrado, dijo el alma:

  • Santo Padre, cuando rezas por mí, me siento toda aliviada; te rugo que no ceses de orar por mí.

Viendo fray Conrado que su oración recibía tanto alivio este alma, rezó cien Padrenuestros, y cuando los hubo concluido, le dijo ella:

  • Te doy las gracias de parte de Dios, carísimo Padre, por la caridad que has tenido conmigo; pues por tu oración estoy libre de todas las penas y me voy al reino de los cielos.

Y dicho esto, desapareció.

Entonces fray Conrado con grandísima alegría consoló a los frailes, refiriéndoles por orden toda esta visión.

Cuidemos, pues, cuando recemos el Padrenuestro. Es un pequeño-gran tesoro que recibimos de Cristo, y como todo lo que recibimos de Él, imprescindible para conseguir la felicidad en la tierra y necesario para nuestra salvación eterna.