Marcos dice: “Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar”. En la liturgia leemos: “En aquel tiempo, en la ciudad de Cafarnaúm, el sábado entró en la sinagoga a enseñar”. Se pierde el “en cuanto llegó”, con la descripción viva de Jesús que va inmediatamente a la sinagoga a enseñar. En las ruinas de Cafarnaúm, la casa de Pedro, donde quizá Jesús se alojaba, está muy cerca de la sinagoga. En el “en cuanto” de Marcos (euzús en griego, statim en latín) captamos el sentido temporal: sin deshacer el equipaje ni organizarse, sin descansar o refrescarse después del viaje, Jesús va a la sinagoga. También se ve ese “en cuanto” interior: era su deseo, su prioridad. Va inmediatamente a la sinagoga porque ahí está la gente a la que quiere revelarse progresivamente.

Tiene deseo de enseñar: se revela como Maestro. Tiene deseo de hablar: se revela como la Palabra de Dios. Tiene el deseo de curar la herida de la ignorancia: se revela como médico. Quiere llevar sobre sus espaldas a esas ovejas descarriadas: se revela como pastor. Y, en efecto, suscita estupor. Su hablar es distinto del de los escribas, que cuentan el fruto de sus estudios, debaten cuestiones de escuela. Él habla de su vida, y del Padre al que conoce como ningún otro, él, que está en su seno, y al que nos ha venido a revelar. Ningún otro como Él, que es Dios, puede desvelar el sentido oculto de la Palabra de Dios que se lee cada sábado en la sinagoga. Él es el autor principal de aquella Palabra. Lo revelará poco a poco, para no ser lapidado o despeñado desde las rocas, aunque lo intentarán. La gente dice que él que “tiene autoridad”. Imaginemos aquel estupor, tan comprensible: han escuchado las palabras del Verbo de Dios con el tono de su voz humana única e inconfundible.

Pero no todo va bien en la vida de Jesús. Como la gente está contenta de su prédica, un demonio, a través del hombre al que posee, causa confusión: “Tú eres el santo de Dios”. Los demonios se sienten amenazados por la presencia de Jesús y de su palabra, y se agitan. Creen en él: “Tú eres el santo de Dios”, e intuyen que ha venido a “destruir” su reino. Jesús les dice: “¡Cállate!” Sal de ese hombre”, y el demonio “lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él”. La autoridad de Jesús no está solo en la palabra, sino también en la acción, lo que añade sorpresa al estupor de la gente. Como consecuencia, la gente habla de él en toda Galilea.

También nosotros escuchemos la palabra de Jesús, abiertos a la conversión, para luego dejarnos curar y purificar por su palabra y por los signos eficaces de su gracia, y después llevar su palabra y su curación por todos lados.