A la pregunta de Jesús, “vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro había hecho su profesión de fe: “Tú eres el Cristo”, y Jesús les ordenó no decírselo a nadie. Ahora les considera preparados para desvelarles cómo será rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y los escribas, y, finalmente, su pasión, su muerte y, después de tres días, su resurrección. Pedro lo toma aparte y protesta, y se gana la reprimenda de Jesús, que lo llama Satanás porque no piensa según Dios, sino según los hombres. Entonces, Jesús les habla del negarse a sí mismos, de tomar su propia cruz y seguirle, y de perder la propia vida por su causa.

Seis días después de estos hechos, Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan y los lleva a un monte alto. Sobre un monte llevó Abraham a Isaac para sacrificarlo; sobre un monte, Dios se apareció a Moisés y habló con él. Sobre este monte, Jesús “se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo”. Jesús sabía que no bastaban sus palabras para ayudar a los suyos a aceptar el misterio de la cruz. No bastaba conocer la historia de Abraham y el sacrificio de Isaac para entender qué era lo que el Padre tenía reservado para su Hijo. Era necesario que contemplaran su divinidad a través de su humanidad visible y tangible, a través del mismo cuerpo que un día verán destrozado por las llagas, los flagelos, la corona de espinas, las caídas, la crucifixión. Los tres no saben describir el esplendor de la divinidad. Sólo pueden decir que se ha “transfigurado”, y que sus vestiduras son blanquísimas, como no se ve en esta tierra.

Aparecen también Elías y Moisés, que hablan con Jesús. Lucas dice que hablaban de la muerte de Jesús en Jerusalén, el asunto que ha provocado tanta dificultad en Pedro, quien vive en el monte un anticipo de la vida bienaventurada y trata de detener ese momento hermoso, para alejarse así del problema de la cruz. Querría anticipar el cielo, con las tres tiendas para Jesús, Elías y Moisés. Querría abarcar, comprender y controlar, con su mente organizadora e institucional, lo sobrenatural que lo circunda. Pero las apariciones del paraíso no caben en las tiendas en la tierra.

Llega la nube, que es el Espíritu Santo, y el Padre, que después del Bautismo dijo a Jesús: “Tú eres mi hijo, el amado: en ti he puesto mis complacencias”, ahora habla a los tres discípulos y a nosotros: “Este es mi hijo, el amado: escuchadlo”. Pedro, haz caso al Padre: escucha a Jesús, trata de entenderlo, cree en Él, no te opongas, síguelo, cambia de mentalidad: déjate transfigurar tú también, dejando actuar al Espíritu Santo en tu mente y tu corazón.