El Evangelio de San Lucas relata, con brevísimas frases, lo acaecido en la madrugada de aquel domingo de Pascua que siguió a la muerte de Jesús en la cruz. Tres mujeres caminan hacia el sepulcro donde habían depositado su cuerpo muerto el viernes por la tarde. Iban preocupadas por cómo podrían mover la gran piedra que cerraba el sepulcro.

Al llegar, la piedra estaba retirada y el sepulcro, vacío. Dos ángeles se les aparecen y les dicen: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”. Ellas, asustadas y confusas, volvieron donde estaban los Apóstoles y les transmitieron la noticia; pero no les creyeron. Ni siquiera San Pedro, que fue hasta el lugar del sepulcro y vio los lienzos mortuorios.

La noticia, ciertamente, era increíble. Habían visto morir a Jesús; alguno de ellos, incluso, había ayudado a sepultar su cuerpo. No les parecía posible que estuviera vivo. Tendrían que pasar días y semanas, y ver a Jesús con sus propios ojos, para convencerse de su Resurrección. Pero, en tal caso, la noticia era tan importante, que sería preciso darla a conocer al mundo entero. Sobre todo porque Jesucristo, al resucitar a una vida nueva y eterna, diferente de la vida simplemente biológica, había asociado consigo a todos sus discípulos y les transmitía el ‘secreto’ de su nueva vida: el Espíritu Santo. Lo hizo en su primera aparición, el mismo domingo por la tarde: “Recibid el Espíritu Santo”, y añadió: “A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados”.

Hasta ese momento, el mundo estaba dominado por el pecado y la muerte, pero la Resurrección había acabado con ambos. No se acabaron los pecados de los hombres, que siguen presentes hoy en día. Pero el pecado ya no tiene la última palabra; la última palabra la tiene el perdón de Dios. Era el fruto de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.

Con eso, quedaron abiertas las puertas del cielo. Todos los cristianos participamos de esa nueva Vida de Cristo resucitado, a través de los Sacramentos. Somos pecadores, como todo ser humano, pero -si queremos- el pecado ya no es el rey de nuestra vida. El Rey es Cristo y, con él, el perdón del pecado y la gracia que nos hace hijos de Dios.

Esta es la noticia que había que llevar al mundo; y en ello empeñaron su vida los Apóstoles. La Resurrección de Cristo atraviesa la historia como un rayo de sol atraviesa un cristal, y su fuerza y su perdón llegan hasta el último hombre de la tierra que quiera acogerle. Fue un milagro inaudito, pero nosotros estamos ciertos de él por el testimonio que dieron aquellos hombres y mujeres que vieron resucitado a Jesús. Un testimonio que sabemos verdadero porque empeñaron su vida hasta el martirio por mantenerlo.