Un buen hombre, ya mayor, obrero en una fábrica, todos los días, a la hora del bocadillo, se acercaba a una iglesia próxima a saludar al Señor.

El sacerdote, que lo veía a diario, le preguntó un día:

– ¿Qué le dices a Jesús cada vez que vienes a verle?

-Yo no sé rezar -respondió-. Sólo le digo: ¡Hola, Señor! Estoy muy contento porque me has perdonado mis pecados y eres mi amigo. Aquí tienes a Juan. Hasta mañana.

Algún tiempo después, aquel buen hombre desapareció. El sacerdote, extrañado, fue a la fábrica a preguntar por él. Le informaron de que estaba enfermo en el hospital. Fue a visitarlo.

Las enfermeras le dijeron que era un enfermo del que nadie se acordaba, que no recibía nunca visita alguna y que, sin embargo, siempre estaba alegre y feliz.

Cuando el cura habló con él, le contó ese desconcierto de las enfermeras. Y él le dijo:

– Están muy equivocadas las enfermeras. Todos los días, a la hora en que todos están comiendo, viene un gran amigo a verme. Se sienta ahí en la cama, me coge las manos, me mira a los ojos sonriendo y me dice:

– ¡Hola, Juan! Estoy muy contento de haberte perdonado tus pecados y de que seas mi amigo. Aquí tienes a Jesús. ¡Hasta mañana!