Hoja Dominical Semanal nº 3 / 22 de noviembre de 2020
Parroquia de San Antonio
Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que, como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas le traía el desayuno y despertaba tarareando alegres canciones. Una sonrisa se dibujaba en su distendida cara, y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre.
Un día el rey lo mandó a llamar:
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación real. El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, llevando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación con el sirviente.
Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos entraron en los patios del palacio donde viven los sirvientes y se ocultaron cerca de la casa del paje. Allí esperaron el alba. Cuando se encendió la primera vela dentro de la casa, el sabio cogió la bolsa con las monedas de oro, le sujetó un papel que decía: “Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a nadie cómo lo encontraste”, y la dejó a la puerta del sirviente.
Golpeó la puerta de la casa y volvió a esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey se escondieron detrás de unos arbustos que había delante de la puerta. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia ambos lados de la puerta y entró a su casa.
Entonces el rey y el sabio se acercaron a la ventana de la casa del paje para ver la escena. El sirviente, que había cerrado con fuerza la puerta, arrojó al suelo todo lo que había sobre la mesa de la cocina, dejando sólo una vela que la iluminaba. Se sentó y vació el contenido de la bolsa… Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía ante ahora una montaña de ellas. El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar a la luz de la vela, las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis…. y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60…. hasta que formó la última pila: ¡9 monedas!
Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el suelo y finalmente la bolsa.
Una vez más buscó en la mesa, en el suelo, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, “sólo 99”.
El rey y el sabio miraban por la ventana y contemplaban el espectáculo. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos; los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que se asomaban los dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y, asegurándose de que nadie le veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.
Hablaba solo en voz alta:
Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después, quizás, no necesitaría trabajar más.
Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario:
Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo! Por lo que siguió pensando:
Todo era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.
El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99.
Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.
Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando de pocas pulgas.
No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
El paje había aprendido lo que era el materialismo. Nos han hecho creer que la felicidad vendrá cuando uno pueda completar lo que le falta. Y como siempre nos falta algo…
Nuestro Señor resumió en una bella frase la moraleja de este cuento: “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” O en esta otra todavía más profunda: “Marta, Marta, andas muy atareada. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”.
¿Qué pasaría si nos diéramos cuenta, así de golpe, que nuestras 99 monedas son el cien por ciento del tesoro; que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que todo es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que tiremos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados? Una trampa para que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual… ¡Cuántas cosas cambiarían si aprendiéramos a disfrutar de los “tesoros” que ya tenemos y no estuviéramos tan ansiosos por aquellos que nos faltan!