Cuentos con moraleja: “Pude ser rico, pero lo dejé escapar”
Hace ya bastantes años, cuando vivía en Ecuador, un día de vacaciones escolares, reuní a varios chicos de la parroquia y me los llevé a hacer una excursión a la Reserva del Churute. En aquellos tiempos El Churute era un lugar agreste y salvaje. Los nativos decían que había tigrecillos, venados y muchos otros animales curiosos.
Después de una hora aproximada de viaje en coche, llegamos a la reserva. Dejé el coche en un lugar relativamente apartado de la carretera, tomamos todos los bártulos y comenzamos nuestra excursión por aquellos parajes casi selváticos.
Los habitantes del lugar nos dijeron que, si seguíamos un pequeño riachuelo que había un poco más adelante, podríamos ir subiendo hacia la montaña donde nos encontraríamos un paisaje bellísimo, un río con más agua y muchos animales, algunos de ellos venenosos, como serpientes, arañas y sapos venenosos.
El único modo de subir a la cima era a través de ese riachuelo, pues todo lo demás estaba cubierto por una abundantísima vegetación que impedía cualquier otro tipo de acceso a no ser que se llevara algún machete para abrir camino; vegetación que a veces podía deparar sorpresas poco gratas.
Durante más de una hora los chicos y yo subimos por la corriente de agua, unas veces andando y otras nadando. Por cierto, una de las veces que a mí me toco nadar, se me cayeron las llaves del coche, llaves que ya nunca encontré, y que luego dificultaron la vuelta a Guayaquil; pero esa sería otra historia para contar.
Después de algunos rasguños, caídas y tropezones, y estando totalmente empapados de agua y algo cansados, aunque tremendamente felices por el camino que ya habíamos recorrido, llegamos a una pequeña explanada donde pensamos hacer un alto, reponer fuerzas y descansar unos minutos.
Mientras que los chicos comían algo y se bañaban en un inmenso estanque con agua que corría lentamente y que venía de montaña arriba, yo me puse a caminar despacio junto a la orilla del estanque. Miraba el agua cristalina, el horizonte azul con alguna nube dispersa aquí y allá, y mi mente se elevaba a Dios dando gracias por tanta belleza apenas hollada por la mano del hombre.
En esto que miré al suelo y me encontré una piedra junto a la orilla del estanque que era de color amarillo y que destellaba brillantes rayos de luz. Agachándome la recogí. Lo primero que me llamó la atención era que, para un tamaño relativamente pequeño, como un huevo de gallina, pesaba bastante. La miré, le di varias vueltas, la remojé en agua para limpiarle un poco de barro que tenía, y la primera impresión que me dio es que parecía una gran pepita de oro. Automáticamente pensé:
- ¡Este es el famoso oro de los tontos!
En esto que seguí caminando y volví a tirar la piedra al lecho del estanque y la vi alejarse de mí dando repetidos botes en el agua.
Minutos después saludé a un nativo del lugar que no sé cómo me reconoció como sacerdote y me saludó amigablemente:
- ¡Buenos días, padrecito!
- ¡Buenos días! – Le dije yo.
- ¿Qué hace por aquí, padrecito?
- Pues dando una vuelta con los chicos y disfrutando de este precioso lugar.
Entonces el indio, que iba con un gran machete en la mano y que usaba para abrirse camino entre la maleza, me dijo:
- ¡Padrecito, tenga buen ojo! ¿No sabe usted que este riachuelo trae oro?
En eso que de pronto me vino a mi mente la imagen de la piedra amarilla que acaba de tirar al estanque.
- ¡Adiós, padrecito! ¡Que disfruten!
Y el indio se perdió entre la maleza del mismo modo que había aparecido.
Minutos después, mientras volvía mis ojos al estanque para comprobar si podía recuperar mi “pepita de oro”, me quedé pensando:
- ¡Si seré bruto! ¡He tenido cerca de un kilo de oro en mis manos y lo he vuelto a tirar al agua!
Esa noche, una vez que habíamos vuelto a la casa, conté a mis compañeros sacerdotes lo que me había ocurrido y uno de ellos, que era ecuatoriano, me lo confirmó:
– ¡Ese riachuelo es famoso porque trae oro!
Yo me quedé sin el oro, pero al menos me sirvió de lección para aprender una cosa: hay muchas cosas que tenemos al alcance de nuestras manos, pero que por nuestra falta de conocimiento o cuidado las perdemos, pues no sabemos lo que valen hasta que desaparecen o alguien nos lo dice. En mi caso fue oro, pero en el caso de muchas personas a veces son cosas más importantes que el oro: la Eucaristía, el Amor de Dios, el amor de un padre o una madre.
¡Cuántas cosas valiosas pasan a lo largo de nuestra vida por nuestras manos pero que, por no tener un corazón limpio, generoso y dispuesto, perdemos y probablemente ya nunca más podremos gozar!
No obstante, mientras vivimos, Dios pone cerca de nosotros una y otra vez cosas de inmenso valor. No seamos tan ciegos de tirarlas al río y que se las lleve la corriente. Aprendamos a valorar, gozar y agradecer tan inmensos dones que recibimos cada día antes de que sea demasiado tarde.