Llega la noche y Jesús ha predicado a orillas del lago, ha contado varias parábolas, explicadas después a sus discípulos en privado; ha sanado enfermos, ha expulsado demonios. Multitudes de personas han acudido a él: no tuvo tiempo ni para comer. Está muy cansado, pero no le da importancia y dice a sus discípulos: “Crucemos a la otra orilla”. Es la oriental, habitada por gente pagana. Jesús no se da descanso y quiere ir a otros pueblos a llevar su palabra. Los discípulos despiden a la multitud y lo llevan “con ellos, como estaba, en la barca”, ahorrándoles nuevos trabajos. Tal “como estaba”: deshecho por el cansancio. Jesús, confiando en su experiencia de pescadores, se abandona, no aguanta más, y ahora que otros piensan en remar y conducir el bote, se acerca al cojín que está en la popa, se inclina y se derrumba en un sueño profundo.

Señaló el Papa Francisco el 27 de marzo de 2020 en la plaza de San Pedro que es la única vez que el Evangelio describe a Jesús dormido. En su esencialidad, aparte comidas y cenas, el Evangelio no se detiene tanto en describir aspectos de la vida diaria del Señor. Los pocos que cuenta nos ayudan mucho: así le percibimos más cercano a nuestra vida. En el trasfondo de esa narración está la historia de Jonás durmiendo con un mar tormentoso, pero la discontinuidad es que aquí el protagonista dormido es el mismo que calma la tormenta con su mandato. Sólo Dios manda sobre el mar, vientos y tormentas, como Job recuerda: “¿Quién cerró el mar entre dos puertos, cuando salió precipitadamente del vientre de su madre, cuando lo vestí de nubes y lo envolví en una nube oscura, cuando le puse un límite?”. O, como relata el salmista: “La tempestad se redujo al silencio, las olas del mar callaron. Al ver la calma se regocijaron, y él los condujo al puerto ansiado” (107, 28-30).

Los discípulos tienen cierta fe en él y lo despiertan para que los salve, pero a base de una desconfianza: “¿No te importa que estemos perdidos?”. Su fe aún no es plena y firme, como les dice Jesús: “¿Todavía no tenéis fe?”. Jesús ordena calma al mar, como al diablo que salga del hombre en la sinagoga: Marcos usa el mismo verbo (cfr. Mc 1, 25). Se entienden que se pregunten: “¿Quién es este?”. Dan un paso más hacia la fe en que Jesús realmente se preocupa por ellos, y se preparan para verlo durmiendo en la cruz y en la tumba. Allí también les costará creer que esa tormenta de la cruz se resolverá en la calma de la resurrección.

Este episodio nos ayuda a pedir al Señor que aumente nuestra fe en el poder de Dios, que se manifiesta en la debilidad de la humanidad que el Verbo encarnado quiso asumir sobre sí mismo, y en la de su Iglesia, en las tormentas de la historia.