Esa mujer logra tocar el borde del manto y se cura al instante. Ella siente que está sanada; Jesús siente que una fuerza sanadora ha salido de su cuerpo. El Evangelio de Marcos ayuda a relacionar las dos percepciones sensibles, la de Jesús y la de la mujer. Marcos dice de la mujer: “Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad”. Y de Jesús: “Y de repente Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía: ¿Quién ha tocado mis mantos?”. La mujer comprende que se refiere a ella. No es de extrañar que, cuando ella sintió la curación instantánea, Jesús también sintió en su cuerpo que había tenido lugar un contacto de curación. Diciendo: ¿quién ha tocado mis prendas?, revela que conoce la acción realizada por la mujer. Jesús no presta atención a los discípulos que no comprenden su pregunta, sino que mira a su alrededor.

Para la mujer el mensaje es para ella, es personal. “Te conozco, sé de tu enfermedad, que tocaste mi ropa, que sientes que estás curada, y ahora tú también sabes que yo lo sé”. Cristo quiere conocerla con los ojos y escucharla con el oído de su humanidad, poner las manos sobre esa mujer que acaba de curar; su conocimiento divino no le basta. Quiere ayudarle a que no le tenga miedo a él, a sí misma, a su enfermedad, a la sociedad, a la fe, al milagro que acaba de recibir. Jesús busca la mirada de la mujer, quiere animarla a que salga a la luz. La mujer comprende que todo está claro en la mente del Hijo del Hombre y se deja ver por todos, asustada y temblorosa. Ella sabe que es impura según la ley de Levítico (15, 25 ss.), Y sabe que cualquiera que la toque queda impuro, por la ley de Moisés. Quería curarse, pero no quería volver impuro a Jesús; por eso solo tocó su manto. Jesús quiere hacerle saber que ya no existe el problema de la impureza, no tiene que esperar días y días. Ya se ha curado, es una mujer normal, ya no tiene por qué tener miedo.

La mujer sale de la multitud. Teme el juicio de los hombres. Pero la voz de Jesús le da valor. Sacudida por las emociones, se adelanta y se tira al suelo frente a él. Y le cuenta toda la verdad. La verdad que Cristo le explica es que no había hecho nada malo: era bueno que todos lo supieran; su dolor no fue culpa suya. No le había robado la curación: se la había regalado con gusto y ahora se la repetía delante de todos, curándola hasta en el alma. Ya no tendría que temer que su azote regresara. El mérito también fue suyo: gracias a su fe, que Jesús no tiene reparo en alabar. Se lo dice a todos los destinatarios del Evangelio: mirad también a esta mujer, aprended de ella; tened fe y tratad de tocar al Señor.

Esa mujer logra tocar el borde del manto y se cura al instante. Ella siente que está sanada; Jesús siente que una fuerza sanadora ha salido de su cuerpo. El Evangelio de Marcos ayuda a relacionar las dos percepciones sensibles, la de Jesús y la de la mujer. Marcos dice de la mujer: “Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad”. Y de Jesús: “Y de repente Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía: ¿Quién ha tocado mis mantos?”. La mujer comprende que se refiere a ella. No es de extrañar que, cuando ella sintió la curación instantánea, Jesús también sintió en su cuerpo que había tenido lugar un contacto de curación. Diciendo: ¿quién ha tocado mis prendas?, revela que conoce la acción realizada por la mujer. Jesús no presta atención a los discípulos que no comprenden su pregunta, sino que mira a su alrededor.

Para la mujer el mensaje es para ella, es personal. “Te conozco, sé de tu enfermedad, que tocaste mi ropa, que sientes que estás curada, y ahora tú también sabes que yo lo sé”. Cristo quiere conocerla con los ojos y escucharla con el oído de su humanidad, poner las manos sobre esa mujer que acaba de curar; su conocimiento divino no le basta. Quiere ayudarle a que no le tenga miedo a él, a sí misma, a su enfermedad, a la sociedad, a la fe, al milagro que acaba de recibir. Jesús busca la mirada de la mujer, quiere animarla a que salga a la luz. La mujer comprende que todo está claro en la mente del Hijo del Hombre y se deja ver por todos, asustada y temblorosa. Ella sabe que es impura según la ley de Levítico (15, 25 ss.), Y sabe que cualquiera que la toque queda impuro, por la ley de Moisés. Quería curarse, pero no quería volver impuro a Jesús; por eso solo tocó su manto. Jesús quiere hacerle saber que ya no existe el problema de la impureza, no tiene que esperar días y días. Ya se ha curado, es una mujer normal, ya no tiene por qué tener miedo.

La mujer sale de la multitud. Teme el juicio de los hombres. Pero la voz de Jesús le da valor. Sacudida por las emociones, se adelanta y se tira al suelo frente a él. Y le cuenta toda la verdad. La verdad que Cristo le explica es que no había hecho nada malo: era bueno que todos lo supieran; su dolor no fue culpa suya. No le había robado la curación: se la había regalado con gusto y ahora se la repetía delante de todos, curándola hasta en el alma. Ya no tendría que temer que su azote regresara. El mérito también fue suyo: gracias a su fe, que Jesús no tiene reparo en alabar. Se lo dice a todos los destinatarios del Evangelio: mirad también a esta mujer, aprended de ella; tened fe y tratad de tocar al Señor.