Cuenta la historia que a principios del siglo XX un famoso sociólogo polaco de nombre Jan S. Bystroń estaba muy preocupado buscando una solución para arreglar tantos problemas que había en el mundo. Durante toda su vida había estudiado economía, ciencias políticas, historia de las religiones, derecho y muchas otras ciencias humanas más; pero, por más que estudiaba, no encontraba una solución que realmente se pudiera aplicar.

Cierto día, su hijo Vieslav, que tenía siete años, aburrido de las vacaciones de verano y sin nada que hacer ni nadie con quien jugar, invadió el despacho de su padre dispuesto a ayudarle en lo que fuera necesario. Nuestro sociólogo, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que le pudiera entretener, y, de paso, quitárselo de en medio para poder seguir con sus elucubraciones.

De repente se encontró con un ejemplar de la revista Polityka donde venía un mapa muy detallado del mundo.

– ¡Justo lo que precisaba!, pensó.

Con unas tijeras recortó el mapa en más de cuarenta pedazos irregulares, y, junto con un rollo de cinta adhesiva, se lo entregó a su hijo diciendo:

-Como sé te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que lo repares sin ayuda de nadie.

Nuestro hombre pensó que al pequeño le llevaría días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas poco más de dos horas, escuchó la voz del niño, que lo llamaba calmadamente:

-Papá, ¡ya lo hice todo! ¡Conseguí terminarlo!

En un principio el padre no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que era imposible que, con sólo siete años, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, nuestro sociólogo levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus respectivos lugares. ¿Cómo era posible? ¿cómo había sido capaz un niño sin apenas estudios hacer un trabajo tan difícil?

-Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lograste armarlo?

-Papá, yo no sabía cómo era el mundo; pero, cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado había la figura de un hombre. Así que le di la vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía cómo era. Cuando conseguí arreglar al hombre, le di la vuelta a la hoja y vi que había arreglado el mundo.

……………

Nuestro sociólogo se había estado devanando los sesos intentando encontrar una solución para los problemas de nuestro mundo. Era muy sabio, pero no tanto como este niño. Hubo de ser un niño quien hiciera saber al sabio que los problemas del mundo se arreglarían si lográbamos previamente recomponer al hombre.

Ya nos lo dijo Jesucristo con palabras muy sencillas y a la vez profundas:

“¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16:26).

O en estas otras:

“No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban. Porque, donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6: 19-21).

El hombre cree con mucha frecuencia que todo consiste en “conquistar el mundo” cuando en realidad de lo único que habría que preocuparse es de “recomponer el alma de los hombres”.

Esta es una lección que el hombre de hoy día todavía no ha aprendido; y, por lo que se puede colegir, da la impresión de que cada vez está más lejos de encontrar una solución. La razón es muy sencilla, está buscando por el camino equivocado. El hombre ha dejado de conocer cómo ha de ser él mismo, ello se debe al hecho de que ha perdido de vista la imagen del hombre perfecto: Jesucristo.

El mundo sólo se arreglará cuando el hombre se centre. Y el hombre sólo se centrará si encuentra y sirve a Dios. San Agustín lo dijo con palabras que el hombre ha olvidado: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Y el mismo San Francisco de Asís nos lo enseñaba con palabras todavía más sencillas: “Mi Dios y mi todo”.