Hace ya bastantes años, cuando mi hermana iba a la escuela primaria, recuerdo que las monjitas hicieron un concurso. El primer premio era un precioso juego de té. Todas las niñas querían ganar. Al final resultó ganadora Paula, la cual resultó ser amiga y vecina nuestra. Paula recogió el premio que le había tocado y sumamente feliz se lo enseñó a su mamá.

Ese mismo sábado, Gloria, su mejor amiga, vino justo cuando Paula salía de compras con su mamá. Le pidió que le dejara el juego para jugar en el jardín. En un principio, Paula se resistió, pues tenía el juego en gran aprecio, pero tal fue la insistencia de Gloria que finalmente accedió, no sin antes decirle que tuviera mucho cuidado con él.

Al regresar Paula con su mamá de la compra, se llevaron una gran sorpresa. Todas las piezas estaban tiradas por el suelo del jardín, faltaban tazas y platos y la bandeja estaba rota. Paula, sumamente enojada, lloró desesperadamente:

  • ¿Te fijas? ¡Yo no quería prestárselo y fíjate lo que me hizo: lo rompió y lo dejó tirado en el jardín! ¡Ya verás lo que le voy a hacer!

Paula estaba hecha una rabia, completamente fuera de control. La mamá la sentó en sus piernas y, con mucho cariño, mientras le pasaba la mano por la cabeza, le recordó el día aquel en el que Paula había estrenado su trajecito blanco y un coche la salpicó enteramente de barro.

  • ¿Recuerdas que querías lavarlo inmediatamente, pero la abuelita no te dejó, diciéndote que había que dejar que el barro se secara, porque así sería más fácil sacar la mancha? Ahora pasa exactamente lo mismo. Es preferible dejar que primero la ira se seque; después, será más fácil arreglarlo todo. Si vas ahora, podrías decir cosas que hiriesen grandemente a tu amiguita y hasta podríais perder la amistad. Créeme que luego te arrepentirías.

Paula estaba tan molesta que no entendió lo que la mamá le decía, ya que lo que quería era ir a reclamarle a Gloria. Finalmente, movida por el cariño y las buenas razones de su madre, accedió y se sentó a ver la televisión.

Al rato sonó el timbre. Era Gloria. Traía en sus manos un regalo bellamente envuelto con un gran lazo, y, entregándoselo a Paula, le dijo:

  • ¿Te acuerdas del niño travieso que vive en la otra calle, el que siempre nos está molestando? Pues, cuando saliste, vino insistiendo en querer jugar conmigo. No lo dejé porque sabía que no iba a cuidar tu juego. ¿Y sabes lo que hizo? Me lo arrebató de las manos y lo desbarató. Llorando se lo conté a mi mamá. Ella me calmó y fuimos a comprar otro juego igualito. ¡Aquí está! ¿Estás enojada conmigo? ¡No fue culpa mía!

Paula le dijo:

  • No, no es nada, no sufras. ¡Mi ira ya se secó!

Le dio un fuerte abrazo, y cogiéndose de las manos fueron a su cuarto…, mientras le contaba la historia de aquel vestidito blanco que una vez se le ensució de barro.

………

¡Cuántas ocasiones nos ocurren a nosotros cosas parecidas! Lo importante es no dejarse llevar por el coraje del momento, sino aprender a “serenarse”. ¡Podemos hacer tanto daño con un desaire momentáneo! No olvidemos nunca que por grande que sea la ofensa que alguien nos pueda hacer, si no somos sordos, escucharemos las palabras que Otro ya pronunció cuando estaba clavado en la cruz. “¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!”. Y, en ese caso, los que causamos la gran ofensa fuimos nosotros.

La capacidad de perdonar es manifestación de nuestro amor; es una de las virtudes que más nos asemejan a Dios. Recordemos las palabras de San Vicente de Paúl en su lecho de muerte cuando el confesor, que había ido a darle los últimos sacramentos, le preguntó:

  • “Vicente, ¿pides perdón a Dios y a todos los que hayas ofendido en vida?”

Y Vicente respondió:

  • “Sí, padre”.

Y el confesor añadió:

  • “Y tú, Vicente, ¿perdonas a todos aquellos que a ti te ofendieron?”

A lo que él respondió:

  • “No, padre. No hace falta, pues nadie me ofendió jamás”.

Y por supuesto que le ofendieron en multitud de ocasiones, pero él nunca se sintió ofendido.