Comentario al Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
Marcos relata que Jesús “salió de la región de Tiro, vino a través de Sidón, hacia el mar de Galilea, cruzando el territorio de la Decápolis”. A Jesús le gustaba entrar en los territorios habitados por los paganos.
En su misión no cabía anunciarles el Evangelio, para centrarse en las “ovejas perdidas de la casa de Israel”: encomendaría esta tarea a los suyos, antes de dejarlos. Confiado en la fuerza del Espíritu Santo, los enviaría a predicar y bautizar a todas las naciones. Pero no podía resistir a la posibilidad de visitar esas tierras habitadas por paganos, especialmente aquellas que accedían al mismo lago de Generaset, donde inició su misión pública. Así manifestaba su deseo de traerles la salvación.
Marcos había contado del poseído de Gerasa que fue al encuentro de Jesús, que había atracado en esa zona, y que luego de ser liberado por la legión de demonios que lo poseía -que se refugió en los cerdos, que murieron enloquecidos en el lago-, dijo a Jesús que quería seguirle, pero recibió la tarea de quedarse y hablar de “las grandes cosas que el Señor ha hecho”, en su casa. Aquel hombre, fortalecido por la verdad incontrovertible de su liberación, no se limitó a hablar de Jesús con los suyos, sino que difundió la buena noticia por toda la Decápolis.
Así que en ese territorio Jesús era conocido. Quizás algunos que habían oído hablar de él notaron su llegada y conscientes del poder sanador de Jesús le presentaron al sordomudo rogándole que le impusiera la mano. Tal vez solo querían una bendición o esperaban que la curación pudiera venir solo de ese gesto. Jesús le acogió. E hizo mucho más de lo que le pidieron que hiciera. “Lo llevó a un lado, lejos de la multitud”. Con ese detalle, en esta circunstancia quiso subrayar la confidencialidad, la discreción, el respeto de la intimidad de ese hombre tan afectado por la invalidez. Quería darle una atención personalizada. “Le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua”: todo el cuerpo de Jesús, Dios todopoderoso que se ha hecho hombre, en contacto con los enfermos trae curación. “Entonces, mirando al cielo, suspiró y dijo: ‘Effetha’, que significa: ¡Ábrete!’”. Suspira por todos los sufrimientos de la humanidad y pide al Padre que abra nuestras capacidades para escuchar las palabras de los hombres y las palabras de Dios, y para pronunciar las palabras de los hombres y las palabras de Dios. Es el mandamiento y la bendición que todos recibimos en el bautismo con la repetición de aquella palabra aramea de Jesús: “¡Effetha!”, y que hoy Jesús nos repite a cada uno de nosotros: tened el oído abierto, la boca abierta, escuchadme y hablad de mí, los que creéis en mí.