El capítulo 8 del Evangelio de san Marcos recoge la escena en que san Pedro confiesa su fe en Jesucristo como Mesías. Los Apóstoles van caminando con Jesús por el norte de Galilea y, mientras caminan, les pregunta por la opinión que la gente tiene de Él. No es que a Jesús le preocupara demasiado la opinión ajena; era una pregunta para centrar el tema de la segunda cuestión.

En efecto, tras la respuesta de los Doce, el Señor vuelve a hacerles la pregunta de un modo muy singular y personal: “…Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. No pretende el Señor obligarles a tomar partido a su favor. También esta pregunta está hecha con referencia a lo que va a decirles a continuación.

En otro de los evangelios se nos cuenta -de esta misma escena- que san Pedro fue el primero en responder. Y podemos suponer que, con más o menos dudas, los demás se unirían a la respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías”. Es decir, el Ungido de Dios que los judíos esperaban desde hacía siglos.

Una vez centrado el tema, como perseguía Jesús con sus preguntas, el Señor comienza a instruirles sobre cuestiones muy graves, referidas precisamente a la vida de ese Mesías, que ellos mismos habían proclamado: “Tiene que padecer mucho, y ser condenado por los ancianos y sacerdotes, y ser ejecutado”.

Desde novecientos años antes, Israel esperaba al descendiente de David, anunciado como Mesías por los profetas. Pero se habían construido -en su mentalidad- un rey o caudillo terrenal, que les libraría del yugo opresor de Roma; un Mesías político. Jesús tenía intención de desmontar de su imaginación esa construcción mental equivocada, y les anuncia su cercana muerte. También les habla de su resurrección, pero esto no lo entendieron en absoluto.

Tampoco entendieron la necesidad de sus padecimientos porque, de hecho, Pedro intenta disuadirle de semejante profecía. Este atrevimiento le valió una de las más asperas reconvenciones de Jesús: “Apártate de mí, Satanás…”.

Entonces el Señor les explica que no solo tienen que aceptar los padecimientos y la muerte de Cristo, sino que ellos mismos probarán también su propia cruz: hasta “perder la vida por Mí y por el Evangelio”. “El que quiera venirse conmigo”, añade, tiene que seguirle en ese camino de renuncia personal.

Así es el cristianismo: fuerte y doloroso; y también lleno de alegría, como sucedió tras la resurrección. Pero los cristianos de hoy, ¡cuánto hemos edulcorado las exigencias de Cristo! Confundimos la Bondad y Misericordia de Dios con un buenismo bondadoso y transigente con el pecado. Y no es así; ser cristiano supone dejar la vida por Cristo y por el prójimo, para que Él reine en las almas y en el mundo.