Cuentos con moraleja: las apariencias engañan
En la foto aparece un hombre caminando por la orilla de un lago, pero a primera vista nos da vértigo, pues la ilusión óptica nos hace creer que está caminando por el borde de un precipicio. Y es que “las apariencias a veces engañan”.
En una prestigiosa universidad de Sudamérica, el primer día de clase se encontraba en la biblioteca un hombre vestido de vaqueros, camiseta de cuadros, limpio, cabello largo y unos tenis muy usados, pero cómodos. En sus manos llevaba varios libros.
– ¿Quién es ese hombre?, era la pregunta general.
– Es un profesor de Física, y viene de Norteamérica – fue la respuesta, con la siguiente historia:
Caminando lentamente por el campus, se dirigió lentamente hacia las oficinas de la secretaría de la universidad. Una vez allí, pidió, en un español poco fluido, una entrevista con el decano. Le indicaron que estaba en una reunión con un grupo de profesores. El hombre insistió en verlo. La secretaria lo buscó, y al rato salió el decano a verlo.
Luego de saludarlo, el hombre le dijo:
– Vengo a pedir trabajo como profesor de Física.
El decano miró su apariencia de arriba abajo. Su aspecto era la antítesis de un profesor universitario. De pronto, el decano dibujó una leve sonrisa en su rostro y lo invitó a que lo acompañara. Entraron en una sala donde había una media docena de profesores universitarios. El decano le dijo:
– Hace poco recibimos este libro como texto guía. Estamos aquí intentando solucionar unos problemas de Física. Si usted es capaz de resolverlos, lo contrato como profesor.
El hombre tomó el texto, se dirigió a una pizarra y tranquilamente comenzó a resolver uno a uno los problemas que le habían indicado. El resto de profesores cambiaron poco a poco la sonrisa de burla que tenían en sus rostros por una cara de asombro.
Cuando terminó, el decano, atónito, le dijo casi tartamudeando:
– ¿Cómo pudo hacerlo? ¡Hemos estado aquí varios días sin poder resolver estos teoremas!
El hombre, respondió simplemente, con sencillez:
– Yo soy el autor del libro.
Inmediatamente fue admitido como profesor de física en esa universidad.
La mejor forma de equivocarnos con las personas es juzgarlas por su aspecto externo. Ninguna persona encaja fácilmente en los estereotipos que nos formamos de ella. Es por ello por lo que Dios nos avisa: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Dios no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón”(1 Sam 16:7).
¡Con qué facilidad prejuzgamos a las personas en sentido positivo o negativo! Y encima, muchas veces nos enorgullecemos de la capacidad que tenemos de conocer a las personas a primera vista. Ya el Señor nos dio la clave para conocer a las personas: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7:16).
Otras veces nos ocurre todo lo contrario; vemos las obras malas de una persona, pero no somos capaces de corregirle, enseñarle o sencillamente decir: “esa amistad no me conviene”. O vemos las obras buenas de una persona; pero como ya nos hicimos un juicio negativo de ella, siempre andamos buscando algún defecto que nos dé la razón: “¡ves, ya te decía yo! ¡No te fíes de fulanito, pues parece ser que…!
Si queremos de verdad valorar a las personas como son, no nos fiemos tanto de las apariencias sino de sus obras. Si los frutos son buenos, la persona es buena; pero si los frutos son malos, así lo es también la persona.
¿Y cuál ha de ser nuestra actitud cuando vemos cosas malas en otra persona? La actitud más frecuente, aunque no la más cristiana, es criticarla y publicar a los cuatro vientos sus defectos. Hagamos como hacían los santos: Ensalcemos las virtudes de los demás y recemos por sus defectos.
Y si lo que uno quiere es “afilar el pico” para picotear a los demás, lo más práctico es mirarse al espejo. En la imagen que se ve reflejada podrás encontrar algún que otro defecto. Esos defectos afean realmente nuestra personalidad y lo que es peor, a nosotros nos quitan la felicidad, y a los demás les hace más difícil la convivencia con nosotros.
Así pues, como nos dijo el Señor: “Por sus frutos los conoceréis”